martes, 21 de febrero de 2012

Fantasmas [1986], de Paul Auster




En primer lugar está Azul. Más tarde viene Blanco, y luego Negro, y antes del principio está Castaño. Castaño le inició, Castaño le enseñó el oficio, y cuando Castaño envejeció, Azul le sustituyó. Así es como empieza. El escenario es Nueva York, la época es el presente, y ninguno de los dos cambiará nunca. Azul va a su oficina todos los días y se sienta detrás de su mesa, esperando que ocurra algo. Durante mucho tiempo no ocurre nada, y luego un hombre que se llama Blanco entra por la puerta, y así es como empieza.
El caso parece bastante sencillo. Blanco quiere que Azul siga a un hombre que se llama Negro y que le vigile todo el tiempo que haga falta. Cuando trabajaba para Castaño, Azul hacía muchos trabajos de seguimiento, y éste no parece diferente, quizá incluso más fácil que la mayoría.
Azul necesita el trabajo, así que escucha a Blanco y no le hace muchas preguntas. Supone que se trata de un caso matrimonial y que Blanco es un marido celoso. Blanco no da muchas explicaciones. Quiere que le mande un informe a la semana, dice, a tal apartado de correos, mecanografiado por duplicado en hojas de tal largura y tal anchura. Azul recibirá un cheque por correo todas las semanas. Blanco le dice luego a Azul dónde vive Negro, qué aspecto tiene, etcétera. Cuando Azul le pregunta a Blanco cuánto tiempo cree que durará el caso, Blanco le contesta que no lo sabe. Que siga mandando los informes hasta nuevo aviso, le dice.
Para ser justos con Azul hay que decir que lo encuentra todo un poco raro. Pero afirmar que tiene recelos en ese momento sería ir demasiado lejos. Sin embargo, le es imposible no advertir ciertas cosas de Blanco. La barba negra, por ejemplo, y las cejas excesivamente pobladas. Y luego está la piel, que parece exageradamente blanca, como si estuviera cubierta de polvos. Azul no es ningún aficionado en el arte del disfraz y no le resulta difícil notar ése. Después de todo, Castaño fue su maestro y en sus tiempos Castaño era el mejor del gremio. Así que Azul empieza a pensar que se ha equivocado, que el caso no tiene nada que ver con el matrimonio. Pero no va más allá, porque Blanco sigue hablándole y Azul necesita concentrarse en seguir sus palabras.
Todo está arreglado, dice Blanco. Hay un pequeño apartamento justo enfrente del de Negro. Ya lo he alquilado y puede usted mudarse hoy. Pagaré el alquiler hasta que se acabe el caso.
Buena idea, dice Azul, cogiendo la llave que le da Blanco. Eso eliminará el trabajo de piernas.
Exactamente, contesta Blanco, acariciándose la barba.
Y así el asunto queda resuelto. Azul acepta el trabajo y se dan la mano. Para demostrar su buena fe, Blanco le da a Azul un anticipo de diez billetes de cincuenta dólares.
Así es como empieza, por lo tanto. Con el joven Azul y un hombre llamado Blanco, que evidentemente no es el hombre que parece ser. No importa, se dice Azul cuando Blanco se ha ido. Estoy seguro de que tendrá sus razones. Y, además, no es mi problema. Sólo tengo que preocuparme por hacer mi trabajo.
Estamos a tres de febrero de 1947. Lo que Azul no sabe, claro está, es que el caso durará años. Pero el presente no es menos oscuro que el pasado y su misterio es igual a cualquier cosa que nos reserva el futuro. Así es el mundo: un paso después de otro, una palabra y luego la siguiente. Hay ciertas cosas que Azul no puede saber en este momento. Porque el conocimiento llega despacio, y cuando llega, a menudo hay que pagar un alto precio personal.
Blanco sale de la oficina y un momento más tarde Azul coge el teléfono y llama a la futura señora Azul. Voy a esconderme, le dice a su novia. No te preocupes si estoy una temporadita sin llamarte. Estaré pensando en ti todo el tiempo.
Azul coge una pequeña bolsa gris de un estante y mete en ella su treinta y ocho, unos prismáticos, un cuaderno y otras herramientas del oficio. Luego arregla su mesa, pone en orden sus papeles y cierra la puerta con llave. Desde allí va directamente al apartamento que Blanco ha alquilado para él. La dirección no importa. Pero digamos que está en Brooklyn Heights, por bien de la trama. Una calle tranquila, poco transitada, no lejos del puente, la calle Naranja, quizá. Walt Whitman compuso a mano la primera edición de Hojas de hierba en esa calle en 1855 y fue ahí donde Henry Warb Beecher lanzó vituperios contra la esclavitud desde el pulpito de su iglesia de ladrillo rojo. Bueno, ya está bien de color local.
Es un pequeño estudio en el tercer piso de una casa de cuatro plantas de piedra parda. Azul se alegra al ver que está completamente amueblado, y mientras se mueve por la habitación examinando los muebles, descubre que todo lo que hay allí es nuevo: la cama, la mesa, la silla, la alfombra, las sábanas, los utensilios de cocina, todo. Hay un juego completo de ropa colgado en el armario, y Azul, preguntándose si la ropa es para él, se la prueba y ve que le sienta bien. No es el sitio más grande en el que he estado, se dice, paseando de un extremo a otro de la habitación, pero es bastante acogedor, bastante acogedor.
Vuelve a salir, cruza la calle y entra en el edificio de enfrente. En el portal busca el nombre de Negro en los buzones y lo encuentra: Negro - tercer piso. Hasta ahora todo va bien. Luego regresa a su habitación y se pone a trabajar. Separando las cortinas de la ventana mira hacia afuera y ve a Negro sentado ante una mesa en su habitación al otro lado de la calle. Por lo que Azul puede ver, deduce que Negro está escribiendo. Una mirada a través de los prismáticos se lo confirma. Las lentes, sin embargo, no son lo bastante potentes como para mostrarle la propia escritura, y aunque lo fuesen, Azul duda de que pudiera leer lo escrito al revés. Lo único que puede decir con certeza, por lo tanto, es que Negro está escribiendo en un cuaderno con una pluma estilográfica roja. Azul saca su propio cuaderno y escribe: 3 Feb. 3 tarde. Negro escribiendo en su mesa.
De vez en cuando Negro hace una pausa en su trabajo y mira por la ventana. En un momento dado Azul cree que le está mirando directamente a él y se retira. Pero tras una inspección más detenida se da cuenta de que es simplemente una mirada vacía, reveladora de reflexión más que de visión, una mirada que hace las cosas invisibles, que no las deja penetrar. Negro se levanta de su silla a cada momento y desaparece a un lugar oculto de la habitación, un rincón, supone Azul, o quizá al cuarto de baño, pero nunca está ausente mucho rato, siempre regresa rápidamente a la mesa. Esto sigue así durante varias horas y Azul no se ha enterado de nada a pesar de sus esfuerzos. A las seis escribe la segunda frase en su cuaderno. Esto sigue así durante varias horas.
No es tanto que Azul se aburra como que se siente frustrado. No pudiendo leer lo que Negro ha escrito, todo es un vacío hasta ahora. Quizá sea un loco, piensa Azul, que está tramando volar el mundo. Quizá ese escrito tenga algo que ver con su fórmula secreta. Pero Azul se avergüenza inmediatamente de ese pensamiento tan infantil. Es demasiado pronto para saber nada, se dice, y por el momento decide no emitir ningún juicio.
Su mente vaga de una cosa a otra y finalmente se detiene en la futura señora Azul. Planeaban salir esta noche, recuerda, y de no haber sido por la aparición de Blanco en su despacho esta mañana y por este nuevo caso, ahora estaría con ella. Primero el restaurante chino de la calle Treinta y nueve, donde habrían luchado con los palillos y habrían hecho manilas por debajo de la mesa, y luego el programa doble del cine Paramount. Durante un momento tiene una imagen asombrosamente clara de la cara de su novia en la cabeza (riéndose con los ojos bajos, fingiendo azoramiento) y se da cuenta de que preferiría con mucho estar con ella en lugar de estar sentado en ese cuartito durante Dios sabe cuánto tiempo. Piensa en llamarla por teléfono para charlar, titubea y luego decide no hacerlo. No quiere parecer débil. Si ella supiera cuánto la necesita, él empezaría a perder su ventaja y eso no sería bueno. El hombre debe ser siempre el más fuerte.
Ahora Negro ha recogido la mesa y sustituido los materiales de escritura por la cena. Está allí sentado masticando despacio, mirando fijamente por la ventana de esa manera abstraída. Al ver la comida, Azul se da cuenta de que tiene hambre y busca en el armario de la cocina algo que comer. Se decide por una cena de estofado de lata y moja en la salsa con una rebanada de pan blanco. Tiene ciertas esperanzas de que Negro salga después de cenar, y se anima cuando ve una repentina actividad en la habitación de Negro. Pero todo queda en nada. Quince minutos más tarde, Negro está sentado delante de su mesa nuevamente, esta vez leyendo un libro. Hay una lámpara encendida a su lado y Azul ve su cara más claramente que antes. Calcula que la edad de Negro es la misma que la suya, año más, año menos. Es decir, tendrá alrededor de los treinta años. Encuentra la cara de Negro bastante agradable, sin nada que la distinga de otras mil caras que uno ve todos los días. Esto es una desilusión para Azul, porque todavía espera secretamente descubrir que Negro es un loco. Azul mira por los prismáticos y lee el título del libro que Negro está leyendo. Walden, de Henry David Thoreau. Azul nunca ha oído hablar de ese libro y anota cuidadosamente el título en el cuaderno.
Todo sigue igual durante el resto de la tarde, Negro leyendo y Azul mirándole leer. A medida que pasa el tiempo, Azul se desalienta más y más. No está acostumbrado a estar sentado mano sobre mano, y cuando la oscuridad le va cercando, empieza a ponerse nervioso. Le gusta estar en movimiento, yendo de un sitio a otro, haciendo cosas. No soy del tipo Sherlock Holmes, solía decirle a Castaño, siempre que el jefe le encargaba un trabajo especialmente sedentario. Dame algo a lo que pueda hincarle el diente. Ahora que el jefe es él, esto es lo que consigue: un caso en el que no hay nada que hacer. Porque ver a alguien leer y escribir no es hacer nada. La única manera de que Azul tenga una idea de lo que está ocurriendo es estar dentro de la cabeza de Negro, ver lo que está pensando, y eso por supuesto es imposible. Poco a poco, por lo tanto, Azul deja que su mente derive hacia los viejos tiempos. Piensa en Castaño y en algunos de los casos en los que trabajaron juntos, saboreando el recuerdo de sus triunfos.
El Asunto Rojo, por ejemplo, en el cual rastrearon al cajero de un banco que había desfalcado un cuarto de millón de dólares. Para ese caso Azul fingió ser un corredor de apuestas y convenció a Rojo para que apostara con él. Los billetes fueron identificados como los que faltaban en el banco y el hombre recibió su merecido. Aún mejor fue el Caso Gris. Hacía más de un año que Gris había desaparecido y su esposa estaba dispuesta a darle por muerto. Azul buscó por los canales normales y no encontró nada. Luego, un día, cuando estaba a punto de archivar su último informe, tropezó con Gris en un bar, a menos de dos manzanas de donde estaba su esposa, convencida de que él no regresaría nunca. Entonces Gris se llamaba Verde, pero Azul supo que era Gris a pesar de todo, porque desde hacía tres meses llevaba encima una fotografía del hombre y conocía su cara de memoria. Resultó ser un caso de amnesia. Azul llevó a Gris a casa de su esposa, y aunque él no se acordaba de ella e insistía en que su apellido era Verde, la encontró de su gusto y unos días más tarde le propuso matrimonio. Así que la señora Gris se convirtió en la señora Verde, casada con el mismo hombre por segunda vez, y aunque Gris nunca recordó el pasado —y se negó tercamente a admitir haberlo olvidado—, eso no parecía impedirle vivir cómodamente en el presente. Gris había sido ingeniero en su vida anterior, pero siendo Verde trabajaba de barman en el bar que estaba a dos manzanas de su casa. Le gustaba mezclar las bebidas, decía, y hablar con la gente que entraba, y no podía imaginarse haciendo ninguna otra cosa. Yo nací para ser barman, les comunicó a Castaño y a Azul en la fiesta de la boda, y ¿quiénes eran ellos para oponerse a lo que un hombre quisiera hacer con su vida?
Ésos eran los buenos tiempos de antes, se dice Azul ahora, mientras ve cómo Negro apaga la luz de su habitación al otro lado de la calle. Llenos de peripecias y divertidas coincidencias. Bueno, no todos los casos pueden ser emocionantes. Hay que aceptar lo bueno y lo malo.
Azul, siempre optimista, se despierta a la mañana siguiente de buen humor. Fuera cae la nieve sobre la calle tranquila y todo se ha vuelto blanco. Después de observar a Negro mientras éste desayuna en la mesa junto a la ventana y lee unas páginas más de Walden, Azul le ve retirarse al fondo de la habitación y luego regresar a la ventana con el abrigo puesto. Son poco más de las ocho. Azul coge su sombrero, su abrigo, su bufanda y sus botas, se los pone apresuradamente y baja a la calle menos de un minuto después que Negro. Es una mañana sin viento, tan silenciosa que puede oír cómo caen los copos de nieve sobre las ramas de los árboles. No hay nadie más en la calle y los zapatos de Negro han dejado una perfecta fila de huellas en la acera blanca. Siguiendo las huellas, Azul vuelve la esquina y ve a Negro paseando por la calle, como si disfrutara del tiempo. No parece el comportamiento de un hombre que está a punto de escapar, piensa Azul, y en consecuencia afloja el paso. Dos calles más allá Negro entra en una pequeña tienda de comestibles, permanece en ella diez o doce minutos y luego sale con dos pesadas bolsas de papel marrón. Sin fijarse en Azul, que está parado en un portal en la acera de enfrente, empieza a volver sobre sus pasos en dirección a la calle Naranja. Haciendo provisión de víveres para la tormenta, se dice Azul. Luego decide arriesgarse a perder el contacto con Negro y él también entra en la tienda para hacer otro tanto. A menos que sea un ardid, piensa, y Negro esté planeando tirar las bolsas y salir corriendo, es bastante seguro que va camino de su casa. Por lo tanto, Azul hace sus compras, entra en la tienda de al lado para comprar un periódico y varias revistas y luego regresa a su habitación de la calle Naranja. Efectivamente, Negro está ya sentado ante su mesa junto a la ventana, escribiendo en el mismo cuaderno que el día anterior.
Debido a la nieve, la visibilidad es mala y Azul tiene dificultad para descifrar lo que ocurre en la habitación de Negro. Ni siquiera los prismáticos le sirven de mucho. El día sigue siendo oscuro y a través de la interminable nevada Negro parece sólo una sombra. Azul se resigna a una larga espera y luego se acomoda con sus periódicos y revistas. Es un devoto lector de El Verdadero Detective y trata de no perdérselo ningún mes. Ahora que dispone de tiempo, lee el nuevo número concienzudamente, incluso deteniéndose en los pequeños anuncios de las últimas páginas. Enterrado entre las principales crónicas sobre policías y agentes secretos, hay un artículo corto que toca una cuerda sensible en Azul, y ni siquiera después de terminar la revista puede dejar de pensar en él. Hace veinticinco años, al parecer, encontraron a un niño asesinado en un pequeño bosque a las afueras de Filadelfia. Aunque la policía empezó a trabajar rápidamente en el caso, nunca consiguió encontrar ninguna pista. No sólo no tuvieron ningún sospechoso, sino que ni siquiera pudieron identificar al niño. Quién era, de dónde venía, por qué estaba allí, todas estas preguntas quedaron sin respuesta. Finalmente el caso fue retirado del archivo activo, y de no ser por el forense asignado para hacer la autopsia del niño, habría sido olvidado por completo. Este hombre, que se llamaba Oro, se obsesionó con el asesinato. Antes de que el niño fuese enterrado, hizo una mascarilla de su cara y desde entonces dedicó todo el tiempo que pudo a ese misterio. Al cabo de veinte años llegó a la edad de la jubilación, dejó su trabajo y empezó a dedicar todas las horas del día al caso. Pero las cosas no fueron bien. No hizo ningún progreso, no se acercó ni un paso a la resolución del crimen. El artículo de El Verdadero Detective dice que ahora ofrece una recompensa de dos mil dólares a cualquiera que pueda proporcionar información sobre el niño. También incluye una fotografía retocada y granulosa del hombre sosteniendo la mascarilla en sus manos. La mirada de sus ojos es tan angustiada e implorante que Azul apenas puede apartar los suyos. Oro se está haciendo mayor y teme morir antes de resolver el caso. Esto conmueve profundamente a Azul. Si fuera posible, nada le gustaría más que dejar lo que está haciendo y tratar de ayudar a Oro. No hay suficientes hombres como él, piensa. Si el niño fuera hijo de Oro, entonces tendría sentido: venganza, pura y simple, y cualquiera podría entenderlo. Pero el niño era un completo desconocido para él, así que no hay nada personal en el asunto, ni un indicio de motivación secreta. Es esto lo que tanto afecta a Azul. Oro se niega a aceptar un mundo en el que el asesino de un niño pueda quedar sin castigo, aunque el asesino haya muerto ya, y está dispuesto a sacrificar su propia vida y felicidad para hacer justicia. Azul piensa ahora en el niño durante un rato, tratando de imaginar qué sucedió realmente, tratando de sentir lo que el niño debió de sentir, y entonces se le ocurre que el asesino debió de ser uno de los padres, porque de lo contrario habrían informado de la desaparición, del niño. Eso hace que sea aún peor, piensa Azul, y mientras empieza a ponerse enfermo al pensar en ello, comprende plenamente lo que Oro debe de sentir todo el tiempo, se da cuenta de que hace veinticinco años él también era un niño y de que si el niño hubiese vivido ahora tendría su edad. Podría haber sido yo, piensa Azul. Yo podría haber sido ese niño. No sabiendo qué otra cosa hacer, recorta la fotografía de la revista y la clava en la pared sobre su cama.
Todo sigue igual durante los primeros días. Azul observa a Negro y no sucede casi nada. Negro escribe, lee, come, da breves paseos por el barrio, no parece darse cuenta de que Azul está allí. En cuanto a Azul, intenta no preocuparse. Supone que Negro está escondido temporalmente, esperando a que llegue el momento oportuno. Dado que Azul es un solo hombre, se da cuenta de que no se espera de él una vigilancia constante. Después de todo, no puedes vigilar a alguien veinticuatro horas al día. Tienes que tener tiempo para dormir, comer, lavar la ropa, etcétera. Si Blanco hubiera querido que Negro fuese vigilado día y noche, habría contratado a dos o tres hombres, no a uno. Pero Azul es sólo uno, y no puede hacer más de lo que es posible.
Sin embargo, se preocupa, a pesar de lo que se dice a sí mismo. Porque deduce que, si es preciso vigilar a Negro, debería ser vigilado todas las horas de todos los días. Cualquier cosa que no sea una vigilancia constante no sería una vigilancia. No haría falta mucho, razona Azul, para que todo el cuadro cambiase. Un solo momento de descuido —una mirada a un lado, una pausa para rascarse la cabeza, un simple bostezo—y, presto, Negro se escapa y comete el nefando acto que está planeando cometer. Y, sin embargo, necesariamente habrá tales momentos, cientos e incluso miles de ellos cada día. Azul encuentra esto inquietante, porque por más vueltas que le da al problema, no se acerca a su solución. Pero eso no es lo único que le inquieta.
Hasta ahora Azul no ha tenido muchas oportunidades de permanecer inactivo, y esta nueva ociosidad le ha dejado un poco perdido. Por primera vez en su vida le parece que le han dejado a solas consigo mismo, sin nada a que agarrarse, nada que le permita distinguir un momento del siguiente. Nunca ha pensado mucho en su mundo interior, y aunque siempre ha sabido que estaba allí, ha sido un territorio desconocido, inexplorado y por tanto oscuro, incluso para sí mismo. Se ha movido rápidamente por la superficie de las cosas hasta donde puede recordar, fijando su atención en esas superficies sólo con el fin de percibirlas, valorando una y pasando a la siguiente, y siempre se ha conformado con el mundo tal cual era, sin pedir más a las cosas que su presencia allí. Y hasta ahora allí han estado, vividamente grabadas contra la luz del día, diciéndole claramente lo que son, tan perfectamente ellas mismas y nada más, que nunca ha tenido que detenerse ante ellas o mirarlas dos veces. Ahora, de repente, con el mundo apartado de él, sin nada que ver excepto una vaga sombra llamada Negro, se encuentra pensando en cosas que nunca se le habían ocurrido, y esto también ha empezado a inquietarle. Si pensar es quizá una palabra demasiado fuerte en este momento, un término algo más modesto —especulación, por ejemplo— no se alejaría de la realidad. Especular, del latín speculatus, que significa espejo. Porque mientras espía a Negro al otro lado de la calle es como si Azul estuviera mirándose al espejo, y en lugar de simplemente observar a otro, descubre que también se está observando a sí mismo. La vida se ha ralentizado tan drásticamente para él que Azul ahora es capaz de ver cosas que antes escapaban a su atención. La trayectoria de la luz que pasa por la habitación cada día, por ejemplo, y la forma en que el sol a ciertas horas refleja la nieve en el extremo más lejano del techo de su habitación. Los latidos de su corazón, el sonido de su aliento, el parpadeo de sus ojos, Azul es consciente de estos minúsculos acontecimientos, y por más que intenta no fijarse en ellos, persisten en su mente como una frase absurda repetida una y otra vez. Sabe que no puede ser verdad, y sin embargo, poco a poco, esta frase parece estar cobrando sentido.
Ahora, Azul empieza a tener ciertas teorías sobre Negro, sobre Blanco y sobre el trabajo que está haciendo. Más que simplemente ayudarle a pasar el rato, descubre que inventar historias puede ser un placer en sí mismo. Piensa que quizá Blanco y Negro sean hermanos y que una gran suma de dinero esté en juego, una herencia, por ejemplo, o el capital invertido en una sociedad. Quizá Blanco quiere demostrar que Negro es un incompetente, hacerle encerrar en una institución para controlar él la fortuna familiar.
Pero Negro es demasiado listo para consentir eso y se ha escondido, esperando a que pase la tormenta. Otra teoría que sugiere Azul es que Blanco y Negro son rivales, ambos corriendo hacia la misma meta —la solución de un problema científico, por ejemplo—, y que Blanco quiere que Negro sea vigilado para asegurarse de que no se le adelanta. Otra historia más sostiene que Blanco es un agente traidor del FBI o alguna organización de espionaje, quizá extranjera, y está actuando por su cuenta para llevar a cabo alguna investigación periférica no necesariamente aprobada por sus superiores. Contratando a Azul para que le haga el trabajo, consigue que la vigilancia de Negro sea un secreto y al mismo tiempo puede continuar realizando su trabajo normal. Día a día, la lista de estas historias crece y Azul regresa a veces mentalmente a una historia anterior para añadir ciertos adornos y detalles y otras veces comienza una nueva. Conjuras para cometer un asesinato, por ejemplo, y planes para secuestrar a alguien a cambio de un gigantesco rescate. A medida que pasan los días, Azul se da cuenta de que puede inventar historias sin fin. Porque Negro no es más que una especie de vacío, un agujero en la textura de las cosas, y una historia puede llenar ese agujero tan bien como cualquier otra.
Azul no cuida las palabras, sin embargo. Sabe que más que nada le gustaría enterarse de la verdadera historia. Pero también sabe que en esta primera etapa se necesita paciencia. Poquito a poco, por lo tanto, empieza a instalarse, y con cada día que pasa se encuentra un poco más cómodo en su situación, un poco más resignado al hecho de que estará ahí una larga temporada.
Desgraciadamente, el pensar en la futura señora Azul perturba ocasionalmente su creciente paz interior. Azul la echa de menos más que nunca, pero también intuye que por alguna razón las cosas nunca volverán a ser como antes. De dónde viene este sentimiento, no lo sabe. Pero aunque se siente razonablemente contento mientras limita sus pensamientos a Negro, su habitación y el caso en el que está trabajando, cada vez que la futura señora Azul entra en su conciencia, se adueña de él una especie de pánico. De repente, su calma se convierte en angustia y se siente como si estuviera cayendo en un lugar oscuro, semejante a una cueva, sin ninguna esperanza de encontrar la salida. Casi todos los días ha tenido la tentación de coger el teléfono y llamarla, pensando que quizá un momento de verdadero contacto rompería el hechizo. Pero los días pasan y sigue sin llamarla. También esto le inquieta, porque no recuerda ninguna ocasión en su vida en que haya sido tan reacio a hacer algo que tan claramente desea hacer. Estoy cambiando, se dice. Poco a poco, estoy dejando de ser el mismo. Esta interpretación le tranquiliza algo, al menos durante un rato, pero al final le deja sintiéndose más extraño que antes. Pasan los días y se le hace difícil dejar de ver imágenes de la futura señora Azul en su cabeza, especialmente por la noche, y allí, en la oscuridad de su habitación, tumbado de espaldas con los ojos abiertos, reconstruye su cuerpo pedazo a pedazo, empezando por los pies y los tobillos, subiendo por sus piernas y sus muslos, trepando desde el vientre hacia los pechos, luego vagabundeando feliz por su suavidad, deslizándose hasta las nalgas y volviendo a subir a lo largo de su espalda, encontrando al fin su cuello y rodeándolo para llegar a su cara redonda y sonriente. ¿Qué estará haciendo ahora?, se pregunta a veces. ¿Y qué piensa de todo esto? Pero nunca da con una respuesta satisfactoria. Si es capaz de inventar multitud de historias que encajen con los hechos concernientes a Negro, con la futura señora Azul todo es silencio, confusión y vacío.
Llega el día en que tiene que escribir el primer informe. Azul es un experto en tales redacciones y nunca ha tenido ningún problema con ellas. Su método es atenerse a los hechos externos, describir los sucesos como si cada palabra concordará exactamente con lo descrito, y no llevar el asunto más allá. Las palabras son transparentes para él, grandes ventanas que se hallan entre él y el mundo, y hasta ahora nunca le han impedido la visión, ni siquiera parecían estar ahí. Oh, hay momentos en que el cristal se mancha un poco y Azul tiene que limpiarlo en un punto u otro, pero una vez que encuentra la palabra adecuada, todo se aclara. Sirviéndose de las anotaciones que ha hecho anteriormente en su cuaderno, revisándolas para refrescar su memoria y subrayar comentarios pertinentes, trata de formar un todo coherente, descartando lo superfluo y embelleciendo lo esencial. En todos los informes que ha escrito hasta ahora la acción predomina sobre la interpretación. Por ejemplo: el sujeto fue andando desde Columbus Circle a Carnegie Hall. Ninguna referencia al tiempo, ninguna mención del tráfico, ningún intento de adivinar lo que el sujeto pudiera estar pensando. El informe se limita a los hechos conocidos y verificables y no intenta ir más allá de este límite.
Enfrentado con los hechos del caso Negro, sin embargo, Azul toma conciencia de que está en un apuro. Tiene el cuaderno, por supuesto, pero cuando lo hojea para ver lo que ha escrito, le decepciona encontrar tal escasez de detalles. Es como si sus palabras, en lugar de dibujar los hechos y hacerlos aparecer palpablemente en el mundo, los hubieran inducido a desaparecer. Eso no le había sucedido nunca. Mira por la ventana y ve a Negro sentado ante su mesa como de costumbre. También Negro está mirando por la ventana en ese momento, y de pronto a Azul se le ocurre que ya no puede depender de los viejos procedimientos. Pistas, trabajo de piernas, investigación de rutina, nada de esto le servirá ya. Pero entonces, cuando trata de imaginar qué sustituirá a esas cosas, no llega a ninguna parte. En este punto, Azul sólo puede conjeturar lo que el caso no es. Decir lo que es, sin embargo, le resulta completamente imposible.
Azul pone su máquina de escribir sobre la mesa y busca ideas, tratando de concentrarse en la tarea que tiene entre manos. Piensa que quizá un verdadero informe de la última semana incluiría las diversas historias que ha inventado para sí relativas a Negro. Teniendo tan poca cosa que contar, estas excursiones a la ficción darían por lo menos cierto sabor a lo que ha sucedido. Pero Azul se contiene, dándose cuenta de que en realidad no tienen nada que ver con Negro. Ésta no es la historia de mi vida, al fin y al cabo, se dice. Tengo que escribir sobre él, no sobre mí.
Sin embargo, la idea se alza como una perversa tentación y Azul tiene que debatirse consigo mismo durante un rato antes de vencerla. Vuelve al principio y trabaja el caso, paso a paso. Decidido a hacer exactamente lo que se le ha pedido, redacta concienzudamente el informe en el viejo estilo, tratando cada detalle con tanto cuidado y tan irritante precisión que pasan muchas horas hasta que consigue terminarlo. Mientras lee el resultado, se ve obligado a reconocer que todo parece exacto. Pero, entonces, ¿por qué se siente tan insatisfecho, tan molesto por lo que ha escrito? Se dice: Lo sucedido no es realmente lo sucedido. Por primera vez en su experiencia de escribir informes, descubre que las palabras no necesariamente sirven, que pueden oscurecer lo que están intentando decir. Azul mira a su alrededor y fija su atención en varios objetos, uno detrás de otro. Ve la lámpara y se dice a sí mismo: Lámpara. Ve la cama y se dice a sí mismo: Cama. Ve el cuaderno y se dice a sí mismo: Cuaderno. No serviría llamar cama a la lámpara, piensa, o lámpara a la cama. No, estas palabras se ajustan bien a las cosas que representan, y en cuanto Azul las dice, siente una profunda satisfacción, como si acabara de probar la existencia del mundo. Luego mira al otro lado de la calle y ve la ventana de Negro. Ahora está oscuro y Negro duerme. Ése es el problema, se dice Azul, tratando de encontrar un poco de valor. Ése y ningún otro. Él está ahí, pero es imposible verle. E incluso cuando le veo es como si las luces estuvieran apagadas.
Mete su informe en un sobre y sale a la calle, camina hasta la esquina y lo echa en el buzón. Puede que yo no sea la persona más lista del mundo, se dice, pero estoy haciendo lo que puedo, todo lo que puedo.
Después, la nieve empieza a derretirse. A la mañana siguiente el sol brilla con fuerza, grupos de gorriones pían en los árboles y Azul oye el agradable goteo del agua que cae desde el borde del tejado, las ramas y las farolas. De repente la primavera parece estar cercana. Unas semanas más, se dice, y todas las mañanas serán como ésta.
Negro aprovecha el buen tiempo para vagabundear más lejos que otras veces, y Azul le sigue. Se siente aliviado al estar de nuevo en movimiento, y mientras Negro sigue su camino, Azul espera que el paseo no termine antes de que él haya tenido la oportunidad de descubrir algo. Como es de suponer, siempre ha sido un paseante entusiasta, y estirar las piernas en el aire de la mañana le llena de felicidad. Mientras avanzan por las estrechas calles de Brooklyn Heights, a Azul le anima ver que Negro sigue aumentando la distancia que le separa de su casa. Pero luego su humor se ensombrece de repente. Negro empieza a subir las escaleras que llevan al puente de Brooklyn y a Azul se le mete en la cabeza que está pensando tirarse. Esas cosas pasan, se dice. Un hombre se sube a un puente, lanza una última mirada al mundo a través del viento y las nubes y luego salta al agua, sus huesos se quiebran por el impacto, su cuerpo se rompe. La imagen le provoca náuseas, se dice que debe estar alerta. Si algo empieza a pasar, decide, él se saldrá de su papel de espectador neutral e intervendrá. Porque no quiere a Negro muerto, por lo menos, todavía no.
Hace muchos años que Azul no cruza el puente de Brooklyn a pie. La última vez fue con su padre cuando él era niño y ahora le viene el recuerdo de aquel día. Se ve a sí mismo cogido de la mano de su padre y caminando a su lado, y mientras oye el tráfico que pasa por la estructura de acero debajo de él, recuerda haberle dicho a su padre que el ruido sonaba como el zumbido de un enorme enjambre de abejas. A su izquierda está la estatua de la Libertad; a su derecha, Manhattan, los edificios tan altos bajo el sol de la mañana que parecen de mentira. A su padre se le daba muy bien recordar datos y le contó a Azul las historias de todos los monumentos y rascacielos, largas letanías de detalles —los arquitectos, las fechas, las intrigas políticas—, y que hubo un tiempo en que el puente de Brooklyn era la estructura más alta de los Estados Unidos. El viejo había nacido el mismo año en que se terminó el puente y siempre hubo esa conexión en la mente de Azul, como si el puente fuese de alguna manera un monumento a su padre. Le gustó la historia que su padre le contó aquel día mientras caminaban hacia casa sobre las mismas tablas por las que él va andando ahora, y por alguna razón no la olvidó nunca. Que John Roebling, el diseñador del puente, se machacó un pie entre los pilares del muelle y un transbordador pocos días después de terminar los planos y murió de gangrena en menos de tres semanas. No tenía por qué haber muerto, dijo el padre de Azul, pero el único tratamiento que aceptaba era la hidroterapia y ésta resultó inútil, y a Azul le impresionó que un hombre que se había pasado la vida construyendo puentes sobre extensiones de agua para que la gente no se mojara creyese que la única medicina verdadera consistía en sumergirse en el agua. Después de la muerte de John Roebling, su hijo Washington le sustituyó como ingeniero jefe y ésa era otra historia curiosa. Washington Roebling tenía sólo treinta y un años por entonces y su única experiencia en construcción eran los puentes de madera que había diseñado durante la Guerra de Secesión, pero resultó ser aún más brillante que su padre. Poco después de que comenzara la construcción del puente de Brooklyn, sin embargo, quedó atrapado varias horas en uno de los cajones neumáticos bajo el agua durante un incendio y salió de allí con una grave aeroembolia, una espantosa enfermedad en la cual se acumulan burbujas de nitrógeno en la corriente sanguínea. Estuvo a punto de morir a causa de ello y desde entonces se quedó inválido, incapaz de salir de la habitación del piso alto en el que él y su mujer se habían instalado en Brooklyn Heights. Washington Roebling estuvo allí sentado diariamente durante muchos años, observando los progresos del puente a través de un telescopio, mandando a su mujer todas las mañanas con sus instrucciones, haciendo complicados dibujos en color para que los trabajadores extranjeros que no hablaban inglés entendiesen lo que tenían que hacer, y lo más notable era que todo el puente estaba literalmente en su cabeza: cada pieza del mismo había sido memorizada, hasta el más diminuto pedazo de acero o piedra, y aunque Washington Roebling nunca puso el pie en el puente, estaba totalmente presente dentro de él, como si al final de todos aquellos años de alguna manera éste hubiese crecido dentro de su cuerpo.
Azul piensa en esto ahora mientras cruza por encima del río, observando a Negro que camina delante de él y acordándose de su padre y de su infancia en Gravesend. El viejo era policía, más tarde detective en el distrito 77, y la vida habría sido buena, piensa Azul, de no haber sido por el caso Russo y la bala que atravesó el cerebro de su padre en 1927. Hace veinte años, se dice, repentinamente horrorizado por el tiempo que ha transcurrido, preguntándose si hay un cielo y, de ser así, si llegará a ver a su padre de nuevo cuando se muera. Recuerda una historia de una de las infinitas revistas que ha leído esa semana, una nueva de aparición mensual que se llama Más Extraño que la Ficción, que parece seguir el hilo de todos los otros pensamientos que acaban de venirle a la cabeza. En algún lugar de los Alpes franceses, recuerda, hace veinte o veinticinco años desapareció un hombre que estaba esquiando, tragado por una avalancha, y su cuerpo nunca fue recuperado. Su hijo, que era un niño entonces, creció y también se hizo esquiador. Un día del año pasado fue a esquiar no lejos del lugar donde desapareció su padre, aunque él no lo sabía. Debido a los minúsculos y persistentes desplazamientos del hielo a lo largo de las décadas transcurridas desde la muerte de su padre, el terreno era ahora totalmente diferente de como había sido. Completamente solo en las montañas, a kilómetros de ningún otro ser humano, el hijo encontró un cuerpo en el hielo, un cadáver, absolutamente intacto, como preservado en animación suspendida. Por descontado, el joven se detuvo a examinarlo y al agacharse para mirar la cara del cadáver tuvo la clara y aterradora impresión de que se estaba mirando a sí mismo. Temblando de miedo, como decía el artículo, inspeccionó con más atención el cuerpo, completamente encerrado en el hielo, como alguien que se halla al otro lado de una gruesa ventana, y vio que era su padre. El muerto seguía siendo joven, incluso más joven que su hijo ahora, y había algo espantoso en eso, sintió Azul, algo tan extraño y terrible en ser más viejo que tu propio padre, que tuvo que contener las lágrimas mientras leía el artículo. Ahora, mientras se acerca al final del puente, estos mismos sentimientos vuelven a él y desea desesperadamente que su padre pudiera estar ahí, andando por encima del río y contándole historias. Luego, repentinamente consciente de lo que su mente le está haciendo, se pregunta por qué se ha vuelto tan sentimental, por qué no paran de ocurrírsele esos pensamientos, cuando durante tantos años nunca se le han ocurrido. Todo es parte de lo mismo, piensa, avergonzado de ser así. Esto es lo que pasa cuando no tienes con quién hablar.
Llega al final y ve que se había equivocado respecto a Negro. No habrá suicidios ese día. Nadie saltará desde un puente, nadie saltará a lo desconocido. Porque allí va su hombre, tan animado y despreocupado como el que más, bajando las escaleras y caminando por la calle que rodea el ayuntamiento, dirigiéndose luego hacia el norte a lo largo de Centre Street, pasando por delante del tribunal y otros edificios municipales, sin aflojar nunca el paso, atravesando Chinatown y continuando más allá. Estos vagabundeos duran varias horas y en ningún momento tiene Azul la sensación de que Negro vaya a alguna parte. Más bien parece estar aireando sus pulmones, andando por el puro placer de andar, y mientras sigue el recorrido Azul se confiesa a sí mismo por primera vez que está cogiéndole cierto afecto a Negro.
En un momento dado Negro entra en una librería y Azul entra tras él. Allí Negro curiosea durante media hora o cosa así, acumulando una pequeña pila de libros, y Azul, que no tiene nada mejor que hacer, curiosea también, procurando al mismo tiempo que Negro no le vea nunca la cara. Las ojeadas que le echa cuando Negro no parece estar mirándole le dan la sensación de que conoce a Negro de antes, pero no puede recordar de qué. Hay algo en sus ojos, se dice, pero no pasa de ahí, ya que no quiere llamar la atención y no está realmente seguro de que haya algo de cierto.
Un minuto más tarde Azul encuentra casualmente un ejemplar de Walden, de Henry David Thoreau. Hojeando las páginas, se sorprende al descubrir que el nombre del editor es Negro: «Publicado para Club de Clásicos por Walter J. Negro, Inc., Copyright 1942.» Azul se queda momentáneamente estremecido por esta coincidencia, pensando que quizá haya algún mensaje para él, algún significado que pudiera implicar una diferencia. Pero luego, recobrándose del sobresalto, empieza a pensar que no. Es un nombre bastante corriente, se dice, y además sabe con certeza que el nombre de Negro no es Walter. Pero podría ser un pariente, añade, o quizá incluso su padre. Aún dándole vueltas a esta última cuestión, Azul decide comprar el libro. Si no puede leer lo que Negro escribe, por lo menos puede leer lo que lee. Es una probabilidad remota, se dice, pero quién sabe si no le dará alguna pista de lo que el hombre se propone.
Hasta ahora todo va bien. Negro paga sus libros, Azul paga el suyo, y el paseo continúa. Azul no cesa de esperar que surja alguna pauta, encontrar en su camino algún indicio que le lleve al secreto de Negro. Pero Azul es demasiado honrado para engañarse y sabe que no se puede ver ningún sentido en nada de lo sucedido hasta ahora. Por una vez, no se siente desalentado por ello. De hecho, cuando sondea más profundamente dentro de sí, se da cuenta de que en conjunto se siente bastante fortalecido. Descubre que hay algo agradable en estar a oscuras, algo emocionante en no saber lo que va a suceder. Te mantiene alerta, piensa, y no hay nada de malo en eso, ¿verdad? Con los ojos bien abiertos y en puntillas, absorbiéndolo todo, listo para cualquier cosa.
Pocos momentos después de pensar esto, a Azul se le ofrece al fin un nuevo suceso y el caso da su primer giro. Negro vuelve una esquina, recorre la mitad de la manzana, titubea brevemente, como si estuviera buscando una dirección, retrocede unos pasos, avanza de nuevo y varios segundos más tarde entra en un restaurante. Azul le sigue, sin pensarlo mucho, ya que después de todo es la hora del almuerzo y la gente tiene que comer, pero no se le escapa que la vacilación de Negro parece indicar que nunca ha estado ahí antes, lo cual a su vez podría significar que Negro tiene una cita. Es un sitio oscuro, bastante lleno, con un grupo de gente amontonada en torno a la barra que hay a la entrada, mucha charla y entrechocar de cubiertos y platos al fondo. Parece caro, piensa Azul, con las paredes forradas de madera y manteles blancos, y decide procurar que su factura sea lo más baja posible. Hay mesas libres, y Azul lo interpreta como un buen augurio cuando se sienta en un lugar desde el cual puede ver a Negro, no demasiado cerca, pero tampoco tan lejos que no pueda observar lo que hace. Negro revela sus intenciones al pedir dos cartas y tres o cuatro minutos más tarde sonríe cuando una mujer cruza el comedor, se aproxima a su mesa y le besa en la mejilla antes de sentarse. La mujer no está mal, piensa Azul. Un poco delgada para su gusto, pero nada mal. Luego piensa: Ahora empieza la parte interesante.
Desgraciadamente, la mujer está de espaldas a Azul, de modo que él no puede verle la cara durante la comida. Mientras está allí sentado tomándose su solomillo Salisbury, piensa que tal vez su primera intuición fuese la correcta, que se trata de un caso matrimonial después de todo. Azul ya está imaginando las cosas que escribirá en su próximo informe y le resulta placentero estudiar las frases que empleará para describir lo que está viendo ahora. Al haber otra persona en el caso, sabe que tendrá que tomar ciertas decisiones. Por ejemplo: ¿debe continuar con Negro o debe desviar su atención a la mujer? Posiblemente eso aceleraría las cosas un poco, pero al mismo tiempo podría significar que Negro tuviera la oportunidad de escapársele, quizá para siempre. En otras palabras, ¿es el encuentro con la mujer una cortina de humo o es auténtico? ¿Es parte del caso o no? ¿Es un hecho esencial o contingente? Azul reflexiona sobre estas preguntas durante un rato y llega a la conclusión de que es demasiado pronto para saberlo. Sí, podría ser una cosa, se dice. Pero también podría ser otra.
Hacia la mitad de la comida, la situación parece empeorar. Azul detecta una expresión de gran tristeza en la cara de Negro y al momento la mujer parece estar llorando. Por lo menos eso es lo que puede deducir del repentino cambio en la posición de su cuerpo: los hombros caídos, la cabeza inclinada hacia adelante, la cara quizá oculta entre las manos, el ligero estremecimiento de su espalda. Podría ser un ataque de risa, razona Azul, pero, entonces, ¿por qué iba a estar Negro tan triste? Parece como si acabaran de quitarle el suelo bajo los pies. Un momento más tarde la mujer vuelve la cara hacia un lado y Azul vislumbra su perfil: lágrimas, sin duda, piensa, mientras la ve secarse los ojos con la servilleta y nota un tiznón de rímel húmedo en su mejilla. Ella se levanta bruscamente y se aleja en dirección al lavabo. Ahora Azul vuelve a tener una visión sin impedimentos de Negro y al ver la tristeza de su cara, la expresión de absoluto abatimiento, casi empieza a compadecerle. Negro mira en dirección a Azul, pero claramente no ve nada, y luego, un instante más tarde, se tapa la cara con las manos. Azul trata de adivinar lo que está sucediendo, pero es imposible saberlo. Parece que han terminado, piensa, da la sensación de que algo ha llegado a su fin. Y, sin embargo, también podría ser sólo una pelea.
La mujer regresa a la mesa con un aspecto ligeramente mejorado y luego los dos permanecen unos minutos sin decir nada, dejando la comida intacta. Negro suspira una o dos veces, mirando a lo lejos, y finalmente pide la cuenta. Azul hace lo mismo y les sigue cuando salen del restaurante. Se fija en que Negro la lleva cogida por el codo, pero eso podría ser sólo un reflejo, se dice, y probablemente no significa nada. Bajan por la calle en silencio y al llegar a la esquina Negro para un taxi. Le abre la puerta a la mujer y antes de que ella suba al coche la toca muy suavemente en la mejilla. Ella le dirige una valiente sonrisita, pero siguen sin decir una palabra. Luego ella se sienta en el asiento trasero, Negro cierra la portezuela y el taxi arranca.
Negro pasea unos minutos, deteniéndose brevemente delante del escaparate de una agencia de viajes para examinar un cartel de las Montañas Blancas y luego también él coge un taxi. Azul vuelve a tener suerte y consigue encontrar otro taxi unos segundos más tarde. Le dice al taxista que siga al taxi de Negro y se recuesta en el asiento mientras los dos coches amarillos avanzan despacio entre el tráfico del centro, cruzan el puente de Brooklyn y finalmente llegan a la calle Naranja. Azul se queda horrorizado por el precio del viaje y se da de patadas mentalmente por no haber seguido a la mujer. Debería haber sabido que Negro se iría a casa.
Se le alegra el ánimo considerablemente cuando entra en su edificio y encuentra una carta en su buzón. Sólo puede ser una cosa, se dice, y, efectivamente, mientras sube las escaleras abre el sobre y allí está: el primer dinero, un giro postal por la cantidad exacta acordada con Blanco. Sin embargo, le deja un poco perplejo que el sistema de pago sea anónimo. ¿Por qué no un cheque nominativo firmado por Blanco? Esto le lleva a juguetear con la idea de que Blanco es un agente traidor después de todo, ansioso de borrar sus huellas y, por lo tanto, asegurándose de que no quedará constancia de los pagos. Luego, después de quitarse el sombrero y el abrigo y tumbarse en la cama, Azul se da cuenta de que está un poco decepcionado por no haber recibido ningún comentario acerca del informe. Considerando lo mucho que trabajó para que le quedara bien, una palabra de aliento no le habría venido mal. El hecho de que le mande el dinero significa que Blanco no está insatisfecho. De todas formas, el silencio no es una respuesta gratificante, signifique lo que signifique. Pero si es así, se dice Azul, tendrá que acostumbrarse.
Pasan los días y una vez más las cosas vuelven a la más elemental rutina. Negro escribe, lee, hace sus compras en el barrio, visita la oficina de correos, da algún que otro paseo. La mujer no ha vuelto a aparecer y Negro no ha hecho más excursiones a Manhattan. Azul empieza a pensar que cualquier día recibirá una carta diciéndole que el caso está cerrado. La mujer se ha ido, razona, y eso puede ser el final de la historia. Pero nada de eso sucede. La meticulosa descripción de la escena en el restaurante que Azul manda no provoca ninguna respuesta especial de Blanco, y semana tras semana los giros postales siguen llegando puntualmente. Nada que ver con el amor, se dice Azul. La mujer no significaba nada. No era más que una distracción.
Es preciso decir que en esta primera etapa el estado mental de Azul es de ambivalencia y conflicto. Hay momentos en los que se siente tan completamente en armonía con Negro, tan naturalmente unido al otro hombre, que para anticipar lo que Negro va a hacer, para saber cuándo se quedará en su habitación y cuándo saldrá, le basta simplemente con mirar dentro de sí. Pasan días enteros en los que ni se molesta en mirar por la ventana o en seguir a Negro a la calle. De vez en cuando incluso se permite hacer alguna expedición en solitario, sabiendo perfectamente que durante el tiempo que él esté fuera Negro no se moverá de su sitio. Cómo lo sabe sigue siendo un misterio para él, pero el hecho es que nunca se equivoca, y cuando tiene esa sensación, no cabe la menor duda ni vacilación. Por otra parte, no todos los momentos son como éstos. Hay veces en que se siente totalmente alejado de Negro, aislado de él de una forma tan completa y absoluta que empieza a perder la noción de quién es. La soledad le envuelve, le encierra, y con ella llega un terror peor que nada que haya conocido nunca. Le desconcierta pasar tan rápidamente de un estado a otro, y durante largo tiempo va y viene entre ambos extremos, sin saber cuál es el verdadero y cuál es el falso.
Después de varios días seguidos particularmente malos, empieza a anhelar tener compañía. Se sienta y escribe una detallada carta a Castaño, exponiéndole el caso y pidiéndole consejo. Castaño se ha retirado a Florida, donde pasa la mayor parte del tiempo pescando, y Azul sabe que transcurrirá bastante tiempo antes de que reciba una respuesta. Sin embargo, al día siguiente de echar la carta empieza a esperar la contestación con una ansiedad que pronto se convierte en obsesión. Todas las mañanas, aproximadamente una hora antes de que llegue el correo, se planta junto a la ventana, esperando a que el cartero vuelva la esquina y entre en su campo de visión, poniendo todas sus esperanzas en lo que Castaño le diga. Qué espera de esa carta no está claro. Azul ni siquiera se hace esa pregunta, pero seguramente es algo monumental, palabras luminosas y extraordinarias que le devolverán al mundo de los vivos.
A medida que pasan los días y las semanas sin que llegue ninguna carta de Castaño, la decepción de Azul se convierte en una dolorosa e irracional desesperación. Pero eso no es nada comparado con lo que siente cuando finalmente llega la carta. Porque Castaño ni siquiera contesta a lo que Azul le escribió. Me alegra tener noticias tuyas, empieza la carta, y me alegra saber que estás trabajando mucho. Parece un caso interesante. Pero no puedo decir que eche de menos nada de eso. Aquí está la buena vida para mí: me levanto temprano y pesco, paso un rato con mi mujer, leo un poco, duermo al sol, ninguna queja. Lo único que no entiendo es por qué no me vine aquí hace años.
La carta continúa en ese tono durante varias páginas, sin mencionar ni una sola vez el tema de los tormentos y preocupaciones de Azul. Éste se siente traicionado por el hombre que en otro tiempo fue como un padre para él y cuando termina la carta se siente vacío, como si le hubieran sacado el relleno a golpes. Estoy solo, piensa, ya no hay nadie a quien pueda recurrir. A esto le siguen varias horas de abatimiento y autocompasión, durante las cuales Azul piensa una o dos veces que quizá le valdría más morirse. Pero finalmente sale de la depresión. Porque Azul es un tipo sólido en general, menos dado a los pensamientos sombríos que la mayoría, y si hay momentos en los que siente que el mundo es un lugar asqueroso, ¿quiénes somos nosotros para reprochárselo? Cuando llega la hora de la cena, incluso ha empezado a ver el lado positivo. Quizá sea éste su mayor talento: no que no se desespere, sino que nunca se desespera por mucho tiempo. Podría ser una buena cosa después de todo, se dice. Quizá sea mejor estar solo que depender de alguien. Azul piensa en esto durante un rato y decide que hay algo favorable en ello. Ya no es un aprendiz. Ya no tiene un maestro por encima. Soy mi propio jefe, se dice. Soy mi propio jefe, no tengo que rendirle cuentas a nadie excepto a mí mismo.
Inspirado por este nuevo enfoque, descubre que al fin ha encontrado el valor necesario para ponerse en contacto con la futura señora Azul. Pero cuando coge el teléfono y marca su número, no hay respuesta. Esto es una decepción, pero no se amilana. Volveré a intentarlo en algún otro momento, se dice. Pronto.
Los días siguen pasando. Una vez más Azul se pone a tono con Negro, quizá incluso más armoniosamente que antes. Al hacerlo, descubre la inherente paradoja de su situación. Porque cuanto más unido a Negro se siente, menos necesita pensar en él. En otras palabras, cuanto más profundamente enredado está, más libre se siente. Lo que le hunde no es la implicación sino la separación. Porque sólo cuando Negro parece distanciarse, tiene él que salir a buscarle, y esto lleva tiempo y esfuerzo, por no hablar de lucha. En los momentos en que se siente más próximo a Negro, sin embargo, puede incluso empezar a llevar una apariencia de vida independiente. Al principio no es muy osado en lo que se permite hacer, pero incluso así lo considera una especie de triunfo, casi un acto de valentía. Salir a la calle, por ejemplo, y andar arriba y abajo de la manzana. Por pequeño que parezca, este gesto le llena de felicidad, y mientras sube y baja por la calle Naranja con ese agradable tiempo primaveral, se alegra de estar vivo como no lo ha hecho desde hace años. A un extremo hay una vista del río, la bahía, los rascacielos de Manhattan, los puentes. Azul encuentra bellísimo todo eso y algunos días hasta se permite sentarse varios minutos en uno de los bancos y mirar los barcos. En la otra dirección está la iglesia y a veces Azul se sienta en el pequeño jardín de hierba durante un rato, estudiando la estatua de bronce de Henry Ward Beecher. Dos esclavos se agarran a las piernas de Beecher, como suplicándole que les ayude, que les haga libres al fin, y en la pared de ladrillo que está detrás hay un bajorrelieve de porcelana de Abraham Lincoln. Azul no puede remediar sentirse inspirado por esas imágenes y cada vez que acude al jardín de la iglesia su cabeza se llena de nobles pensamientos acerca de la dignidad del hombre.
Poco a poco se vuelve más audaz en su deambular. Estamos en 1947, el año en que Jackie Robinson empieza a jugar con los Dodgers, y Azul sigue sus progresos atentamente, recordando el jardín de la iglesia y sabiendo que hay algo más en ello que simplemente béisbol. Una luminosa tarde de un martes de mayo decide hacer una excursión a Ebbetts Field y cuando deja atrás a Negro en su habitación de la calle Naranja, encorvado sobre su mesa como de costumbre, con su pluma y sus papeles, no siente ningún motivo de preocupación, seguro de que todo estará exactamente igual cuando regrese. Coge el metro, se roza con la multitud, se siente lanzado hacia una sensación de inmediatez. Mientras toma asiento en el estadio, le choca la nítida claridad de los colores que le rodean: la hierba verde, la tierra marrón, el balón blanco, el cielo azul. Cada cosa es distinta de todas las demás, totalmente separada y definida, y la simplicidad geométrica del dibujo le impresiona por su fuerza. Viendo el partido, le resulta difícil apartar los ojos de Robinson, constantemente atraído por la negrura de su cara, y piensa que debe de necesitarse mucho valor para hacer lo que él está haciendo, estar solo delante de tantos desconocidos, con la mitad de ellos sin duda deseándole la muerte. Mientras el partido continúa, Azul se descubre vitoreando todo lo que hace Robinson, y cuando el negro gana una base en la tercera entrada, Azul se pone de pie, y más tarde, en la séptima, cuando Robinson dobla contra la pared de la izquierda, él aporrea la espalda del hombre que tiene al lado de pura alegría. Los Dodgers sacan en la novena con un bombo de sacrificio y mientras Azul sale arrastrando los pies con el resto de la gente y se dirige a su casa se le ocurre que Negro no le ha pasado por la cabeza ni una sola vez.
Pero los partidos son sólo el principio. Ciertas noches, cuando Azul tiene claro que Negro no irá a ninguna parte, se va a un bar no lejos de allí a tomarse una o dos cervezas, disfrutando de las conversaciones que a veces tiene con el barman, que se llama Rojo y tiene un extraño parecido con Verde, el barman del caso Gris de hace tanto tiempo. Una furcia de aspecto desaliñado que se llama Violeta frecuenta el bar y una o dos veces Azul consigue emborracharla lo suficiente como para que ella le invite a su casa, que está a la vuelta de la esquina. Azul sabe que le agrada bastante porque ella nunca le cobra, pero también sabe que eso no tiene nada que ver con el amor. Ella le llama cielo y su carne es suave y abundante, pero siempre que se toma una copa de más se echa a llorar y entonces Azul tiene que consolarla, y secretamente se pregunta si vale la pena. Su sentimiento de culpa hacia la futura señora Azul es escaso, sin embargo, ya que justifica estas sesiones con Violeta comparándose a sí mismo con un soldado que está haciendo la guerra en otro país. Cualquier hombre necesita un poco de consuelo, especialmente cuando mañana le puede tocar a él. Y, además, él no es de piedra, se dice.
Con mucha frecuencia, sin embargo, Azul pasa de largo por el bar y se va al cine que está a varias manzanas de allí. Ahora que el verano se acerca y el calor empieza a ser molesto en su cuartito, resulta refrescante sentarse en el cine fresco y ver la película. A Azul le gustan las películas, no sólo por las historias que le cuentan y las hermosas mujeres que puede ver en ellas, sino por la oscuridad del local y el hecho de que las imágenes que aparecen en la pantalla son de alguna manera como los pensamientos que aparecen dentro de su cabeza cuando cierra los ojos. Es más o menos indiferente a la clase de películas que ve, a que sean comedias o dramas, por ejemplo, o a que estén rodadas en blanco y negro o en color, pero siente una especial debilidad por las películas de detectives, ya que hay una relación natural, y esas historias siempre le enganchan más que las otras. Durante esa época ve varias de estas películas y todas le gustan: La dama del lago, Ángel o diablo, Senda tenebrosa, Cuerpo y alma, Persecución en la noche, etcétera. Pero para Azul hay una que destaca del resto y le gusta tanto que vuelve a la noche siguiente para verla otra vez.
Se llama Retorno al pasado y el protagonista es Robert Mitchum haciendo el papel de un ex detective que intenta empezar una nueva vida con nombre falso en un pueblo. Tiene una novia, una dulce chica campesina que se llama Ann, y dirige una gasolinera con ayuda de un muchacho sordomudo, Jimmy, que le es absolutamente fiel. Pero el pasado alcanza a Mitchum y es poco lo que él puede hacer para evitarlo. Hace años le habían contratado para buscar a Jane Greer, la amante del gángster Kirk Douglas, pero cuando la encontró se enamoraron y huyeron para vivir en secreto. Una cosa llevó a otra —hubo dinero robado, se cometió un asesinato— y finalmente Mitchum recobró el juicio y dejó a Greer, comprendiendo al fin la gravedad de su comportamiento. Ahora Douglas y Greer le están chantajeando para que cometa un delito, lo cual en realidad no es más que una estratagema, porque cuando él se da cuenta de lo que está sucediendo, comprende que planean endosarle otro asesinato. Luego se desarrolla una complicada historia, con Mitchum intentando desesperadamente salir de la trampa. En un momento dado regresa al pueblo donde vive, le dice a Ann que es inocente y la convence de nuevo de que la ama. Pero es demasiado tarde, y Mitchum lo sabe. Hacia el final, consigue persuadir a Douglas de que entregue a Greer por el asesinato que cometió, pero en ese momento Greer entra en la habitación, saca tranquilamente una pistola y mata a Douglas. Le dice a Mitchum que están hechos el uno para el otro y él, fatalista hasta el final, parece estar de acuerdo. Deciden escapar juntos, pero cuando Greer va a hacer el equipaje, Mitchum coge el teléfono y llama a la policía. Se meten en el coche y se van, pero pronto llegan a una barrera policial en la carretera. Greer, al ver que ha sido traicionada, saca la pistola de su bolso y le pega un tiro a Mitchum. Entonces la policía abre fuego sobre el coche y Greer muere también. Después de eso hay una última escena: a la mañana siguiente, en el pueblo de Bridgeport, Jimmy está sentado en un banco delante de la gasolinera y Ann se acerca y se sienta a su lado. Dime una cosa, Jimmy, le dice, tengo que saber esto: ¿huía con ella o no? El muchacho piensa un momento, tratando de decidir entre la verdad y la bondad. ¿Es más importante salvaguardar el buen nombre de su amigo o salvar a la chica? Todo esto sucede sólo en un instante. Mirando a la chica a los ojos, asiente con la cabeza, como diciendo que sí, que él estaba enamorado de Greer después de todo. Ann le palmea en el brazo y le da las gracias, luego va a reunirse con su antiguo novio, un policía local honradísimo que siempre despreció a Mitchum. Jimmy mira el rótulo de la gasolinera con el nombre de Mitchum, le hace un pequeño saludo amistoso y luego da media vuelta y se aleja por la carretera. Es el único que sabe la verdad, y nunca la dirá.
Durante los días siguientes Azul le da muchas vueltas en la cabeza a esta historia. Es una buena cosa, piensa, que la película acabe con el sordomudo. El secreto está enterrado y Mitchum seguirá siendo un forastero, incluso después de su muerte. Su ambición era bien sencilla: convertirse en un ciudadano normal en un pueblo americano normal, casarse con la chica de la casa de al lado, vivir una vida tranquila. Es extraño, piensa Azul, que el nombre que Mitchum elige para sí es Jeff Bailey. Es notablemente parecido al nombre de otro personaje de una película que vio el año anterior con la futura señora Azul: George Bailey, interpretado por James Stewart en ¡Qué bello es vivir! Esa historia también trataba de la América provinciana, pero desde el punto del vista opuesto: las frustraciones de un hombre que se pasa toda la vida tratando de escapar. Pero al final llega a comprender que su vida ha sido buena, que ha hecho siempre lo que debía hacer. Al Bailey de Mitchum sin duda le gustaría ser el Bailey de Stewart. Pero en su caso el nombre es falso, producto de una ilusión. Su verdadero nombre es Markham —o, como Azul lo pronuncia para sí, Marcado— y ésa es la cuestión. Ha quedado marcado por el pasado, y cuando eso sucede, nada se puede hacer. Cuando pasa algo, piensa Azul, continúa pasando siempre. No se puede cambiar nunca, nunca puede ser de otra manera. Azul empieza a sentirse perseguido por ese pensamiento, porque lo ve como una especie de advertencia, un mensaje que viene de su interior, y por mucho que intente apartarlo, la oscuridad de ese pensamiento no le abandona.
Una noche, por tanto, Azul coge al fin su ejemplar de Walden. Ha llegado el momento, se dice, y si no hace un esfuerzo ahora, sabe que no lo hará nunca. Pero el libro no es ágil. Cuando Azul empieza a leer, se siente como si estuviera entrando en un mundo extraño. Andando trabajosamente por pantanos y matorrales, trepando por laderas pedregosas y riscos traicioneros, se siente como un prisionero haciendo marchas forzadas, y su único pensamiento es huir. Le aburren las palabras de Thoreau y le resulta difícil concentrarse. Lee capítulos enteros y cuando llega al final se da cuenta de que no ha retenido nada. ¿Por qué querría nadie irse a vivir solo en el bosque? ¿Qué significa todo eso de plantar judías y no beber café ni comer carne? ¿Por qué todas esas interminables descripciones de pájaros? Azul pensaba que le iban a contar una historia, o por lo menos algo parecido a una historia, pero eso no es más que palabrería, una interminable perorata acerca de nada.
Pero sería injusto culparle. Azul nunca ha leído mucho de nada excepto periódicos y revistas y alguna que otra novela de aventuras cuando era niño. Se sabe que incluso lectores asiduos y elevados han tenido problemas con Walden, y una figura como Emerson, ni más ni menos, escribió una vez en su diario que leer a Thoreau le hacía sentirse nervioso y desdichado. En honor de Azul hay que decir que no ceja. Al día siguiente empieza de nuevo y esta segunda travesía es algo menos accidentada que la primera. En el tercer capítulo encuentra una frase que al fin le dice algo —Los libros hay que leerlos tan pausada y cautelosamente como fueron escritos— y de pronto entiende que el truco está en ir despacio, más despacio de lo que ha ido nunca con las palabras. Esto ayuda hasta cierto punto, y algunos pasajes empiezan a resultar más claros: el asunto de la ropa al principio, la batalla de las hormigas rojas y las hormigas negras, la argumentación contra el trabajo. Pero Azul sigue encontrándolo arduo, y aunque de mala gana reconoce que quizá Thoreau no sea tan estúpido como él había pensado, empieza a sentir rencor hacia Negro por haberle sometido a esa tortura. Lo que no sabe es que si encontrara la paciencia necesaria para leer el libro con el espíritu que pide, toda su vida empezaría a cambiar, y poco a poco llegaría a una total comprensión de su situación, es decir, de Negro, de Blanco, del caso, de todo lo que le concierne. Pero las oportunidades perdidas forman parte de la vida igual que las oportunidades aprovechadas, y una historia no puede detenerse en lo que podría haber sido. Enojado, tira el libro, se pone el abrigo (porque ya estamos en otoño) y sale a tomar el aire. No tiene ni idea de que éste es el principio del fin. Porque algo está a punto de ocurrir, y una vez que ocurra, nada volverá a ser lo mismo.
Se va a Manhattan, alejándose de Negro más que en ninguna ocasión anterior, desahogando su frustración con el movimiento, confiando en calmarse agotando su cuerpo. Camina hacia el norte, solo con sus pensamientos, sin molestarse en mirar lo que le rodea. En la calle Veintiséis Este se le desata el cordón del zapato izquierdo, y es precisamente entonces, cuando se agacha para atárselo, doblado sobre una rodilla, cuando el cielo se le viene encima. Porque justo en ese momento ve a la futura señora Azul. Viene por la calle cogida con los dos brazos del brazo derecho de un hombre al que Azul no ha visto nunca, y le sonríe radiante, absorta en lo que el hombre le está diciendo. Durante varios momentos Azul está tan desconcertado que no sabe si agachar la cabeza aún más para ocultar su cara o levantarse y saludar a la mujer que ahora comprende —con un conocimiento tan repentino e irrevocable como un portazo— que nunca será su esposa. No consigue ni una cosa ni otra: primero baja la cabeza, pero un segundo más tarde descubre que quiere que ella le reconozca, y al ver que no será así, dado que está completamente concentrada en la conversación de su compañero, Azul se levanta bruscamente de la acera cuando ellos están a menos de dos metros de él. Es como si un espectro se hubiera materializado de pronto delante de ella, y la ex futura señora Azul lanza un gritito incluso antes de ver quién es el espectro. Azul dice su nombre, con una voz que a él mismo le parece extraña, y ella se para en seco. Su cara expresa el susto de ver a Azul, y luego, rápidamente, su expresión pasa del susto a la cólera.
¡Tú!, le dice. ¡Tú!
Antes de que él tenga la oportunidad de decir una palabra, ella se suelta del brazo de su compañero y empieza a aporrear el pecho de Azul con los puños chillando como una loca, acusándole de un espantoso crimen detrás de otro. Lo único que Azul puede hacer es repetir su nombre una y otra vez, como tratando desesperadamente de distinguir entre la mujer que ama y la fiera salvaje que le está atacando. Se siente totalmente indefenso, y mientras el ataque continúa, empieza a recibir cada nuevo golpe como un justo castigo a su comportamiento. Pero el otro hombre pronto pone fin a la escena, y aunque Azul tiene la tentación de darle un puñetazo, está demasiado aturdido para actuar con rapidez, y antes de que se dé cuenta el hombre se ha llevado a la llorosa ex futura señora Azul calle abajo y han torcido la esquina, y ahí acaba todo.
Esta breve escena, inesperada y devastadora, trastorna a Azul por completo. Cuando recobra la compostura y consigue llegar a casa, se da cuenta de que ha tirado su vida por la borda. No es culpa de ella, se dice, deseando culparla pero sabiendo que no puede hacerlo. Que ella supiera, él podría estar muerto, ¿cómo reprocharle que desee vivir? Azul nota que los ojos se le llenan de lágrimas, pero más que dolor siente rabia contra sí mismo por ser tan idiota. Ha perdido cualquier oportunidad que podía haber tenido de ser feliz, y en ese caso no sería erróneo afirmar que éste es verdaderamente el principio del fin.
Azul sube a su cuarto en la calle Naranja, se tumba en la cama y trata de sopesar las posibilidades. Finalmente se vuelve de cara a la pared y se encuentra con la fotografía del forense de Filadelfia, Oro. Piensa en la tristeza del caso sin resolver, el niño enterrado en una tumba sin nombre, y mientras estudia la mascarilla del pequeño, empieza a darle vueltas a una idea en la cabeza. Quizá haya maneras de aproximarse a Negro, piensa, maneras que no le delaten. Dios sabe que tiene que haberlas. Pasos que se pueden dar, planes que se pueden poner en marcha, quizá dos o tres al mismo tiempo. Lo demás no importa, se dice. Es hora de volver la página.
Blanco tiene que recibir su siguiente informe en dos días, así que se sienta a escribirlo ahora con el fin de echarlo al correo a tiempo. Durante los últimos meses sus informes han sido sumamente crípticos, únicamente un párrafo o dos, ofreciendo los hechos desnudos y nada más, y esta vez no se desvía de ese modelo. Sin embargo, al final de la página intercala un oscuro comentario como una especie de prueba, confiando en provocar algo más que el silencio por parte de Blanco: Negro parece enfermo. Me temo que tal vez se esté muriendo. Luego mete el informe en el sobre, diciéndose que eso es sólo el principio.
Dos días más tarde Azul va por la mañana temprano a la oficina de correos de Brooklyn, un edificio como un gran castillo desde el cual se divisa el puente de Manhattan. Todos los informes de Azul han ido dirigidos al apartado de correos 1001, y ahora se acerca a él como por casualidad, pasando despacio por delante y mirando disimuladamente dentro para ver si el informe ha llegado. Sí. O por lo menos hay una carta allí —un solitario sobre blanco inclinado en un ángulo de cuarenta y cinco grados dentro del estrecho buzón—, y Azul no tiene ningún motivo para sospechar que no sea su carta. Luego empieza un lento paseo circular por la zona, decidido a permanecer allí hasta que aparezca Blanco o alguien que trabaje para él, los ojos fijos en la enorme pared cubierta de buzones numerados, cada uno con una combinación diferente, cada uno conteniendo un secreto diferente. La gente va y viene, abre los buzones y los cierra, y Azul continúa deambulando en círculo, deteniéndose de vez en cuando en algún punto al azar y continuando luego su vuelta. Todo le parece marrón, como si el tiempo otoñal del exterior hubiera penetrado en la sala, y el lugar huele agradablemente a humo de cigarro puro. Después de varias horas empieza a tener hambre, pero no cede a la llamada de su estómago, diciéndose que es ahora o nunca y por lo tanto manteniéndose firme. Azul observa a todos los que se aproximan a la pared de los buzones, concentrándose en cada persona que se detiene en las proximidades del 1001, consciente de que si no es Blanco quien viene a recoger los informes, podría ser cualquiera, una anciana, un niño, y consecuentemente no debe dar nada por sentado. Pero todas estas posibilidades quedan en nada, porque nadie toca el buzón, y aunque Azul momentánea y sucesivamente urde una historia para cada candidato que se acerca, tratando de imaginar qué relación podría tener esa persona con Blanco y/o Negro, qué papel podría desempeñar en el caso él o ella, etcétera, se ve obligado a desecharlos uno por uno a la nada de la que salieron. Muy poco después del mediodía, en un momento en que la oficina de correos empieza a llenarse —un tropel de gente que viene apresuradamente durante la hora del almuerzo para echar cartas, comprar sellos, ocuparse de ese tipo de asuntos—, un hombre con una máscara en la cara entra por la puerta. Azul no se fija en él al principio con tantas personas pasando por la puerta al mismo tiempo, pero cuando el hombre se aparta del gentío y empieza a dirigirse a los buzones numerados, Azul finalmente ve la máscara, una máscara de las que los niños llevan en Halloween, hecha de goma y representado un espantoso monstruo con tajos en la frente, ojos sanguinolentos y colmillos. El resto de su persona es absolutamente corriente (abrigo de tweed gris, bufanda roja envolviéndole el cuello) y Azul intuye en ese primer momento que el hombre que está detrás de la máscara es Blanco. Mientras el hombre continúa andando hacia la zona del buzón 1001, esta intuición se convierte en convicción. Al mismo tiempo, Azul siente que el hombre no está allí realmente, que aunque sabe que le está viendo, es más que probable que él sea el único que le ve. En este punto, sin embargo, Azul se equivoca, porque mientras el enmascarado continúa cruzando el vasto suelo de mármol, Azul ve a varias personas señalándole y riéndose, pero no sabe si esto es mejor o peor. El enmascarado llega al buzón 1001, gira la rueda de la combinación hacia atrás, hacia adelante y nuevamente hacia atrás, y abre el buzón. En cuanto Azul ve que éste es definitivamente su hombre, empieza a avanzar hacia él, no muy seguro de lo que piensa hacer, pero en el fondo, sin duda, con la intención de asirle y arrancarle la máscara de la cara. Pero el hombre está demasiado alerta, y una vez que se ha metido el sobre en el bolsillo y ha cerrado el buzón, lanza una rápida ojeada a su alrededor, ve que Azul se aproxima y echa a correr, dirigiéndose a la puerta lo más deprisa que puede. Azul corre tras él, esperando agarrarle por detrás, pero se queda momentáneamente atrapado por una maraña de gente en la puerta, y cuando consigue atravesarla, el hombre enmascarado está bajando las escaleras de dos en dos, aterrizando en la acera y corriendo por la calle. Azul continúa su persecución, incluso le parece que está ganando terreno, pero entonces el hombre llega a la esquina, donde casualmente un autobús está justo arrancando de una parada, y el hombre aprovecha la oportunidad y salta a bordo. Azul se queda en la estacada, sin aliento, allí parado como un idiota.
Dos días más tarde, cuando Azul recibe su giro postal por correo, finalmente hay una palabra de Blanco. Nada de tonterías, dice, y aunque no es mucho, a pesar de todo Azul se alegra de haberla recibido, contento de haber agrietado al fin el muro de silencio de Blanco. No le queda claro, sin embargo, si el mensaje se refiere al último informe o al incidente en la oficina de correos. Después de pensarlo un rato, llega a la conclusión de que da igual. De un modo u otro, la clave del caso está en la acción. Debe continuar desbaratando las cosas siempre que pueda, un poquito aquí, un poquito allá, picando cada adivinanza hasta que toda la estructura empiece a debilitarse, hasta que un día todo el maldito asunto se venga abajo.
Durante las semanas siguientes Azul vuelve a la oficina de correos varias veces; esperando echarle otra ojeada a Blanco. Pero no lo consigue. O el informe ya no está en el buzón cuando él llega o Blanco no aparece. El hecho de que esa parte de la oficina de correos esté abierta veinticuatro horas al día le deja pocas opciones a Azul. Blanco ahora sospecha de él y no cometerá el mismo error dos veces. Sencillamente esperará hasta que Azul se vaya antes de acercarse al buzón, y a menos que Azul esté dispuesto a pasarse la vida entera en la oficina de correos, no tiene ninguna esperanza de volver a pillar a Blanco.
El cuadro es mucho más complicado de lo que Azul había imaginado. Durante casi un año se ha considerado esencialmente libre. Para bien o para mal estaba haciendo su trabajo, mirando hacia adelante y estudiando a Negro, esperando una posible abertura, tratando de perseverar, pero durante todo ese tiempo no ha pensado ni una sola vez en lo que pudiera estar ocurriendo a sus espaldas. Ahora, después del incidente con el hombre enmascarado y los obstáculos que ha encontrado posteriormente, Azul ya no sabe qué pensar. Le parece perfectamente verosímil que él también esté siendo vigilado, observado por otro de la misma manera que él ha estado observando a Negro. Si es así, entonces nunca ha sido libre. Desde el principio ha sido el hombre de en medio, obstaculizado por delante y por detrás. Curiosamente, este pensamiento le recuerda algunas frases de Walden, y busca en su cuaderno la expresión exacta, bastante seguro de haberla anotado. No estamos donde estamos, sino en una posición falsa, encuentra. Por una enfermedad de nuestra naturaleza, suponemos un caso y nos ponemos en él y por lo tanto estamos en dos casos al mismo tiempo y es doblemente difícil salir. Esto tiene sentido para Azul, y aunque está empezando a asustarse un poco, piensa que quizá no sea demasiado tarde para hacer algo.
El verdadero problema se reduce a identificar la naturaleza del problema mismo. Para empezar, ¿quién supone mayor amenaza para él, Blanco o Negro? Blanco ha mantenido su parte del trato: los giros han llegado puntualmente todas las semanas, y volverse contra él ahora, Azul lo sabe, sería morder la mano que le alimenta. Sin embargo, Blanco es quien puso el caso en marcha, arrojando a Azul a un cuarto vacío, por así decirlo, y luego apagando la luz y cerrando la puerta. Desde entonces, Azul ha estado tanteando en la oscuridad, buscando a ciegas el interruptor, prisionero del caso mismo. Todo eso está muy bien, pero ¿por qué querría Blanco hacer tal cosa? Cuando Azul tropieza con esta pregunta, ya no puede pensar. Su cerebro deja de funcionar, no puede ir más allá.
Tomemos a Negro, entonces. Hasta ahora él ha sido el caso, la causa aparente de todos sus problemas. Pero si Blanco en realidad persigue a Azul y no a Negro, entonces quizá Negro no tenga nada que ver con ello, quizá no sea más que un inocente espectador. En ese caso, es Negro quien ocupa la posición que Azul había creído suya todo el tiempo y es Azul quien hace el papel de Negro. Esta teoría no es totalmente descabellada. Por otra parte, también es posible que Negro esté de alguna forma asociado con Blanco y que juntos hayan conspirado para hundir a Azul.
De ser así, ¿qué le están haciendo? Nada muy terrible, en última instancia; por lo menos no en un sentido absoluto. Han obligado a Azul a no hacer nada, a estar tan inactivo que su vida se reduce hasta casi no ser una vida. Sí, se dice Azul, eso es lo que parece: nada en absoluto. Se siente como un hombre que ha sido condenado a sentarse en una habitación y a continuar leyendo un libro durante el resto de su vida. Es bastante extraño, estar vivo solo a medias en el mejor de los casos, ver el mundo sólo a través de las palabras, vivir sólo a través de las vidas de otros. Pero si el libro fuera interesante, quizá no sería tan malo. Podría dejarse atrapar en la historia, por así decirlo, y poco a poco empezaría a olvidarse de sí mismo. Pero ese libro no le ofrece nada. No hay argumento, ni trama, ni acción, únicamente un hombre sentado solo en un cuarto escribiendo un libro. Azul comprende que eso es todo lo que hay, y ya no quiere participar en ello. Pero ¿cómo salir? ¿Cómo salir de la habitación que es el libro que continuará escribiéndose mientras él siga en la habitación?
En cuanto a Negro, el supuesto escritor de ese libro, Azul ya no puede fiarse de lo que ve. ¿Es posible que exista realmente un hombre así, un hombre que no hace nada, que únicamente se sienta en su cuarto y escribe? Azul le ha seguido a todas partes, ha ido tras él hasta los rincones más remotos, le ha observado con tanta atención que parecía fallarle la vista. Ni siquiera cuando sale de su habitación, Negro va a alguna parte, nunca hace mucho: comprar comestibles, cortarse el pelo, ir al cine, etcétera. Pero generalmente sólo vagabundea por las calles, mirando alguna que otra cosa, recogiendo datos al azar, e incluso esto sucede únicamente a rachas. Durante un tiempo son edificios: estira el cuello para ver los tejados, inspecciona los portales, pasa las manos lentamente por las fachadas de piedra. Y luego, durante una semana o dos, son estatuas públicas, o los barcos del río, o los rótulos que hay en las calles. Nada más que eso, sin apenas cruzar una palabra con nadie, sin encontrarse con otras personas exceptuando aquel almuerzo con la mujer llorosa hace ya tanto tiempo. En un sentido, Azul sabe todo lo que hay que saber acerca de Negro: qué clase de jabón compra, qué periódicos lee, qué ropa lleva, y todo eso lo ha anotado fielmente en su cuaderno. Ha aprendido mil cosas, pero lo único que le han enseñado es que no sabe nada. Porque el hecho es que nada de eso es posible. No es posible que un hombre como Negro exista.
Consecuentemente, Azul empieza a sospechar que Negro no es más que una artimaña, otro de los contratados de Blanco, pagado por semanas para sentarse en esa habitación y no hacer nada. Quizá toda esa escritura sea únicamente una impostura, página tras página: una lista de todos los nombres de la guía telefónica, o cada palabra del diccionario en orden alfabético, o una copia manuscrita de Walden. O quizá ni siquiera son palabras, sino garabatos sin sentido, marcas azarosas de una pluma, un creciente montón de confusión. Esto convertiría a Blanco en el verdadero escritor, y Negro no sería más que su sustituto, una falsificación, un actor sin sustancia propia. Hay veces en que, siguiendo este pensamiento hasta sus últimas consecuencias, Azul cree que la única explicación lógica es que Negro no es un solo hombre, sino varios. Dos, tres, cuatro hombres parecidos que interpretan el papel de Negro para que Azul lo vea, cada uno cumpliendo su horario y luego regresando a las comodidades de su hogar. Pero es un pensamiento demasiado monstruoso para que Azul pueda considerarlo durante mucho tiempo. Pasan los meses y al fin se dice a sí mismo en voz alta: Ya no puedo respirar. Esto es el fin. Me estoy muriendo.
Estamos a mitad del verano de 1948. Reuniendo al fin el valor necesario para actuar, Azul coge su bolsa de disfraces y busca una nueva identidad. Después de descartar varias posibilidades, se decide por un viejo que solía mendigar en las esquinas de su barrio cuando él era niño —un personaje local que se llamaba Jimmy Rosa— y se engalana con la vestimenta de un vagabundo: ropa de lana andrajosa, zapatos atados con cuerdas para evitar que las suelas se desprendan, una bolsa de lona estropeada para contener sus pertenencias y luego, por último, una ondeante barba blanca y pelo blanco largo. Estos detalles finales le dan el aspecto de un profeta del Viejo Testamento. Azul disfrazado de Jimmy Rosa no es tanto un escrofuloso mendigo como un loco sabio, un santo que vive en la marginalidad de la penuria. Un poco chiflado quizá, pero inofensivo: emana una dulce indiferencia hacia el mundo que le rodea, pues dado que todo le ha ocurrido anteriormente, ya nada puede perturbarle.
Azul se aposta en un lugar adecuado al otro lado de la calle, saca del bolsillo un pedazo de lupa rota y empieza a leer un periódico viejo y arrugado que ha sacado de un cubo de basura cercano. Dos horas más tarde aparece Negro, bajando los escalones de su casa y caminando en dirección a Azul. Negro no presta atención al vagabundo —perdido en sus propios pensamientos o mirando hacia otro lado a propósito—, y cuando empieza a acercarse, Azul le dirige la palabra con voz agradable.
¿Puede usted darme algo suelto, señor?
Negro se detiene, mira al desaliñado individuo que acaba de hablarle y gradualmente se relaja y sonríe al darse cuenta de que no está en peligro. Luego mete la mano en el bolsillo, saca una moneda y la pone en la mano de Azul.
Tenga, dice.
Dios le bendiga, dice Azul.
Gracias, contesta Negro, conmovido por el sentimiento.
No tema nunca, dice Azul. Dios bendice a todos.
Y tras esas palabras tranquilizadoras Negro saluda a Azul quitándose el sombrero y sigue su camino.
A la tarde siguiente, nuevamente ataviado de mendigo, Azul espera a Negro en el mismo sitio. Decidido a mantener una conversación un poco más larga esta vez, ahora que se ha ganado la confianza de Negro, Azul descubre que le han quitado el problema de las manos cuando el propio Negro muestra interés por prolongar el encuentro. Es una hora avanzada del día, antes de la puesta de sol pero ya pasada la tarde, esa hora entre dos luces de los cambios lentos, de los ladrillos resplandecientes y las sombras alargadas. Después de saludar cordialmente al mendigo y darle otra moneda, Negro vacila un momento, como si dudara entre lanzarse o no, y luego dice:
¿Le ha dicho alguien alguna vez que se parece muchísimo a Walt Whitman?
¿Walt qué?, pregunta Azul, acordándose de interpretar su papel.
Walt Whitman. Un poeta famoso. No, dice Azul. No puedo decir que le conozca. Es imposible que le conozca, dice Negro. Ya no vive. Pero el parecido es notable.
Bueno, ya sabe lo que dicen, contesta Azul. Todo hombre tiene su doble en alguna parte. No veo por qué el mío no iba a ser un muerto.
Lo gracioso, continúa Negro, es que Walt Whitman trabajaba en esta calle. Imprimió su primer libro ahí mismo, no lejos de donde estamos ahora.
No me diga, dice Azul, meneando la cabeza pensativamente. Le hace a uno pararse a pensar, ¿no?
Hay algunas historias raras acerca de Whitman, dice Negro, indicándole con un gesto a Azul que se siente en los escalones del edificio que tienen detrás. Azul obedece y luego Negro hace lo mismo, y de pronto allí están los dos solos, juntos bajo la luz del verano, charlando como dos viejos amigos de una cosa y otra.
Sí, dice Negro, instalándose cómodamente en la languidez del momento, varias historias muy curiosas. La del cerebro de Whitman, por ejemplo. Durante toda su vida Whitman creyó en la ciencia de la frenología, ya sabe, estudiar las protuberancias del cráneo. Estaba muy de moda en su época. No puedo decir que haya oído hablar nunca de eso, responde Azul.
Bueno, no importa, dice Negro. Lo importante es que a Whitman le interesaban los cerebros y los cráneos, pensaba que podían revelarlo todo acerca del carácter de un hombre. El caso es que cuando Whitman se estaba muriendo en Nueva Jersey hace cincuenta o sesenta años, aceptó dejar después de muerto que le hicieran una autopsia.
¿Cómo pudo aceptarlo después de muerto? Ah, tiene razón. No me he expresado bien. Todavía estaba vivo cuando lo aceptó. Quería que supieran que no le importaría que le abrieran más tarde. Lo que podríamos llamar su última voluntad.
Las famosas últimas palabras.
Eso es. Mucha gente pensaba que era un genio, ¿comprende?, y quería echarle un vistazo a su cerebro para averiguar si tenía algo de especial. Así que al día siguiente de su muerte un médico sacó el cerebro de Whitman —abrió por la cabeza— y lo mandó a la Sociedad Antropométrica Americana para que lo midieran y pesaran.
Como una gigantesca coliflor, intercala Azul. Exactamente. Corno una gran col. Pero aquí es donde la historia se pone interesante. El cerebro llega al laboratorio y, justo cuando están a punto de ponerse a trabajar en él, a uno de los ayudantes se le cae al suelo. ¿Se rompió?
Claro que se rompió. Un cerebro no es muy duro, ¿comprende? Se desparramó por todas partes y ahí terminó la historia. El cerebro del poeta más grande de América fue barrido y arrojado a la basura.
Azul, acordándose de reaccionar de acuerdo con su personaje, emite varias risas asmáticas, una buena imitación del regocijo de un vejete. Negro se ríe también, y ahora el ambiente se ha distendido hasta tal punto que nadie podría adivinar que no son amigos de toda la vida.
Da pena el pobre Walt en su tumba, dice Negro. Tan solo y sin cerebro.
Igual que ese espantapájaros, dice Azul.
Efectivamente, dice Negro. Igual que el espantapájaros del país de Oz.
Después de otra buena risa, Negro dice: Y luego está la historia de cuando Thoreau vino a visitar a Whitman. Ésa también es buena.
¿Era otro poeta?
No exactamente. Pero era también un gran escritor. Es el que vivía solo en el bosque.
Oh, sí, dice Azul, no queriendo llevar su ignorancia demasiado lejos. Alguien me habló una vez de él. Era muy aficionado a la naturaleza. ¿No es ése al que se refiere usted?
Precisamente, contesta Negro. Henry David Thoreau vino desde Massachusetts a pasar una temporadita y le hizo una visita a Whitman en Brooklyn. Pero el día anterior vino justamente aquí, a la calle Naranja.
¿Por alguna razón especial?
Por la iglesia de Plymouth. Quería oír el sermón de Henry Ward Beecher.
Un sitio precioso, dice Azul, pensando en las gratas horas que ha pasado en el jardín de hierba. A mí también me gusta ir allí.
Muchos grandes hombres han ido allí, dice Negro. Abraham Lincoln, Charles Dickens, todos pasearon por esta calle y entraron en esa iglesia.
Fantasmas.
Sí, estamos rodeados de fantasmas.
¿Y la historia?
Es muy simple en realidad. Thoreau y Bronson Alcott, un amigo suyo, llegaron a casa de Whitman en Myrtle Avenue y la madre de Walt les mandó al dormitorio del ático que él compartía con un hermano retrasado mental, Eddy. Todo fue bien. Se estrecharon la mano, intercambiaron saludos, etcétera. Pero luego, cuando se sentaron para discutir sus opiniones sobre la vida, Thoreau y Alcott se fijaron en que había un orinal lleno justo en medio de la habitación. Walt, por supuesto, era un hombre expansivo y no le prestó atención, pero a los dos hombres de Nueva Inglaterra les resultaba difícil continuar hablando con un orinal lleno de excrementos delante de ellos. Así que finalmente bajaron a la sala y continuaron la conversación allí. Es un detalle insignificante, lo comprendo. Pero cuando dos grandes escritores se conocen, hacen historia y es importante conocer todos los detalles exactos. El orinal, sabe, me recuerda de alguna manera al cerebro en el suelo. Y cuando te paras a pensarlo, hay cierta similitud de forma. Me refiero a las protuberancias y las circunvoluciones. Hay una clara conexión. El cerebro y los intestinos, los adentros de un hombre. Siempre hablamos de intentar meternos en un escritor para comprender mejor su obra. Pero cuando llegamos al fondo, no hay mucho que encontrar, por lo menos no mucho que sea diferente de lo que encontraríamos en cualquier otro.
Parece que sabe usted mucho de estas cosas, dice Azul, que está empezando a perder el hilo de la argumentación de Negro.
Es mi afición, dice Negro. Me gusta saber cómo viven los escritores, especialmente los escritores americanos. Me ayuda a comprender las cosas.
Ya veo, dice Azul, que no ve nada en absoluto, porque cuanto más habla Negro, menos le entiende él.
Por ejemplo, Hawthorne, dice Negro. Un buen amigo de Thoreau, y probablemente el primer verdadero escritor que tuvo América. Después de graduarse en la universidad volvió a casa de su madre en Salem, se encerró en su habitación y no salió hasta doce años después.
¿Qué hacía allí?
Escribía historias.
¿Nada más? ¿Sólo escribía?
Escribir es una actividad solitaria. Se apodera de tu vida. En cierto sentido, un escritor no tiene vida propia. Incluso cuando está ahí, no está realmente ahí.
Otro fantasma.
Exactamente.
Suena muy misterioso.
Lo es. Pero Hawthorne escribió grandes historias, ¿sabe?, y todavía las leemos, más de cien años después. En una de ellas, un hombre que se llamaba Wakefield decide gastarle una broma a su esposa. Le dice que tiene que hacer un viaje de negocios y estará fuera unos días, pero en lugar de salir de la ciudad se va a la vuelta de la esquina, alquila una habitación y espera a ver qué pasa. No sabe exactamente por qué lo hace, pero de todas formas lo hace. Pasan tres o cuatro días, pero él no se siente dispuesto a volver a casa todavía, así que se queda en la habitación alquilada. Los días se convierten en semanas, las semanas se convierten en meses. Un día Wakefield pasa por su antigua calle y ve su casa engalanada de luto. Es su propio funeral y su mujer se convierte en una viuda solitaria. Pasan los años. De vez en cuando se cruza con su esposa en la ciudad y una vez, en medio de una multitud, llega a rozarse con ella. Pero ella no le reconoce. Transcurren los años, más de veinte, y poco a poco Wakefield se hace viejo. Una noche lluviosa de otoño, mientras da un paseo por las calles vacías, pasa por delante de su antigua casa y mira por la ventana. Hay un agradable fuego ardiendo en la chimenea y él piensa para sus adentros: Qué agradable sería estar ahí dentro ahora, sentado en uno de esos cómodos butacones junto al fuego, en lugar de estar aquí fuera bajo la lluvia. Así que, sin pensarlo más, sube los escalones de la casa y llama a la puerta.
¿Y entonces?
Eso es todo. Así termina la historia. La última cosa que vemos es que la puerta se abre y Wakefield entra con una sonrisa astuta en la cara.
¿Y nunca sabemos qué le dice a su esposa?
No. Ése es el final. Ni una palabra más. Pero volvió a casa, eso sí lo sabemos, y fue un amante esposo hasta su muerte.
Ahora el cielo ha empezado a oscurecer y la noche se aproxima rápidamente. Aún queda un último resplandor rosa en el oeste, pero el día prácticamente ha terminado. Negro, dejándose guiar por la oscuridad, se pone de pie y le tiende la mano a Azul.
Ha sido un placer hablar con usted, dice. No tenía ni idea de que lleváramos tanto rato aquí sentados.
El placer ha sido mío, dice Azul, aliviado de que la conversación haya concluido, porque sabe que dentro de poco su barba empezará a resbalar, ya que el calor del verano y los nervios le hacen sudar y la barba se le despega.
Me llamo Negro, dice Negro, estrechando la mano de Azul.
Yo me llamo Jimmy, dice Azul. Jimmy Rosa.
Recordaré mucho tiempo esta pequeña charla que hemos tenido, Jimmy, dice Negro.
Yo también, dice Azul. Me ha dado usted mucho en que pensar.
Dios le bendiga, Jimmy Rosa, dice Negro.
Dios le bendiga a usted, señor, dice Azul.
Y luego, con un último apretón de manos, se alejan en direcciones opuestas, cada uno acompañado de sus propios pensamientos.
Más tarde, cuando Azul regresa a su cuarto esa noche, decide que ahora será mejor enterrar a Jimmy Rosa, deshacerse de él para siempre. El viejo vagabundo ha servido a su propósito, pero no sería sensato ir más allá de ese punto.
Azul se alegra de haber establecido este contacto inicial con Negro, pero el encuentro no ha tenido el efecto deseado, el resultado es que se siente bastante perturbado por él. Porque aunque la conversación no tenía nada que ver con el caso, Azul no puede evitar sentir que Negro se estaba refiriendo al caso todo el rato, hablando en clave, por así decirlo, como si tratara de decirle algo a Azul pero no se atreviera a decirlo abiertamente. Sí, Negro ha sido más que cordial, su actitud era verdaderamente simpática, pero Azul no puede librarse de la idea de que el hombre estaba al corriente desde el principio. Si es así, entonces seguramente Negro es uno de los conspiradores; de lo contrario, ¿por qué iba a estar tanto rato hablando con Azul? No por soledad, ciertamente. Suponiendo que Negro sea real, la soledad no puede ser un problema. Todo en su vida hasta ahora ha sido parte de un determinado plan para permanecer solo, y sería absurdo interpretar su deseo de hablar como un esfuerzo para escapar a la angustia de la soledad. No a estas alturas, no después de más de un año de rehuir todo contacto humano. Si Negro finalmente ha decidido salir de su hermética rutina, ¿por qué iba a empezar por hablar con un viejo mendigo en una esquina de la calle?
No, Negro sabía que estaba hablando con Azul. Y si sabía eso, entonces también sabe quién es Azul. No hay vuelta de hoja, se dice Azul, lo sabe todo.
Cuando llega el momento de escribir su siguiente informe, Azul se ve obligado a enfrentarse a otro dilema. Blanco nunca dijo nada de establecer contacto con Negro. Azul tenía que vigilarle, ni más, ni menos, y ahora se pregunta si no ha violado las reglas de su misión. Si incluye la conversación en el informe, tal vez Blanco ponga reparos. Por otra parte, si no lo incluye, y si Negro realmente trabaja con Blanco, entonces Blanco sabrá inmediatamente que Azul le miente. Azul cavila durante largo rato, pero a pesar de todo no consigue encontrar una solución. Está atrapado, de un modo u otro, y lo sabe. Al final decide omitir la conversación, pero sólo porque aún conserva una débil esperanza de que su deducción sea equivocada y Blanco y Negro no estén juntos en el asunto. Pero esta última tentativa de optimismo queda en nada. Tres días después de enviar el informe purgado, recibe su giro semanal por correo y dentro del sobre va una nota que dice: ¿Por qué miente? Y entonces Azul tiene la prueba sin sombra de duda. Y a partir de ese momento Azul vive con el conocimiento de que se está ahogando.
A la noche siguiente sigue a Negro a Manhattan en el metro, vestido con ropa normal, ya sin la sensación de tener que ocultar nada. Negro se baja en Times Square y vagabundea durante un rato entre las luces brillantes, el ruido y las multitudes que van y vienen. Azul, vigilándole como si su vida dependiera de ello, nunca está más de tres o cuatro pasos detrás de él. A las nueve Negro entra en el vestíbulo del Hotel Algonquin y Azul entra tras él. Hay bastante gente y las mesas escasean, de modo que cuando Negro se sienta en un rincón, en una mesa que acaba de quedarse libre en ese momento, parece perfectamente natural que Azul se acerque y le pregunte cortésmente si puede sentarse con él. Negro no tiene inconveniente y hace un gesto acompañado de un encogimiento de hombros para que Azul ocupe la silla de enfrente. Durante varios minutos ninguno dice nada, esperando a que alguien acuda a preguntarles qué quieren tomar. Mientras tanto observan a las mujeres que pasan con sus vestidos veraniegos, inhalando los diferentes perfumes que flotan en el aire tras ellas, y Azul no tiene ninguna prisa, contento de esperar su oportunidad y dejar que las cosas sigan su curso. Cuando el camarero viene al fin, Negro pide un Black and White con hielo, y Azul no puede por menos de interpretar esto como un mensaje secreto de que la misión está a punto de empezar, maravillándose todo el tiempo de la desfachatez de Negro, de su tosquedad y su vulgar obsesión. Por simetría, Azul pide lo mismo. Al hacerlo mira a Negro a los ojos, pero éste no revela nada, le devuelve la mirada a Azul con absoluta inexpresividad, con unos ojos muertos que parecen indicar que no hay nada tras ellos y que, por mucho que Azul le mire, nunca verá nada.
Esta maniobra, sin embargo, rompe el hielo, y empiezan a comentar los méritos de las distintas marcas de whisky escocés. De un modo natural, una cosa lleva a otra y mientras están allí sentados charlando sobre los inconvenientes del verano en Nueva York, la decoración del hotel, los indios algonquinos que vivieron en la ciudad hace mucho tiempo cuando era todo bosques y prados, Azul adopta lentamente el personaje que quiere interpretar esa noche, convirtiéndose en un jovial fanfarrón de nombre Nieve, un vendedor de seguros de vida de Kenosha, Wisconsin. Hazte el tonto, se dice Azul, porque sabe que no tendría sentido revelar quién es, aunque sabe que Negro lo sabe. Hay que jugar al escondite, se dice, jugar al escondite hasta el final.
Terminan su copa y piden otra ronda, seguida de una tercera, y mientras la conversación pasa con facilidad de las tablas actuariales a las expectativas de vida de los hombres en diferentes profesiones, Negro deja caer un comentario que lleva la conversación en otra dirección.
Supongo que yo no estaría en un puesto muy alto en su lista, dice.
¿No?, dice Azul, sin tener ni idea de qué esperar. ¿Qué clase de trabajo hace usted?
Soy detective privado, dice Negro a bocajarro, tan fresco y tranquilo, y por un breve momento Azul tiene la tentación de tirarle su bebida a la cara, tan enojado está, tan quemado por el descaro del otro hombre.
¡No me diga!, exclama Azul, recobrándose rápidamente y consiguiendo fingir la sorpresa de un paleto. Detective privado. Vaya. De carne y hueso. Me imagino lo que dirá mi mujer cuando se lo cuente. Yo en Nueva York tomando copas con un detective privado. No se lo va a creer.
Lo que estoy tratando de decir, dice Negro bastante bruscamente, es que me imagino que mi expectativa de vida no es muy grande. Por lo menos no de acuerdo con sus estadísticas.
Probablemente no, continúa Azul. Pero ¡qué emocionante! Hay cosas más importantes en la vida que vivir mucho tiempo. La mitad de los hombres de América darían diez años de su jubilación por vivir como usted. Resolviendo casos, viviendo de su ingenio, seduciendo mujeres, llenando de plomo a los malos... Dios, vaya si tiene ventajas.
Todo eso es ficción, dice Negro. El verdadero trabajo de un detective puede ser muy aburrido.
Bueno, todos los trabajos tienen su rutina, continúa Azul. Pero en su caso por lo menos sabe que el trabajo duro acabará llevando a algo fuera de lo corriente.
A veces sí y a veces no. Pero la mayor parte del tiempo es no. Por ejemplo el caso en el que estoy trabajando ahora. Llevo con él más de un año ya y no hay nada más aburrido. Me aburro tanto que a veces pienso que estoy perdiendo el juicio.
¿Y eso?
Bueno, imagínese. Mi trabajo consiste en vigilar a alguien, nadie especial por lo que veo, y mandar un informe sobre él todas las semanas. Sólo eso. Observar a ese tipo y escribir sobre él. Absolutamente nada más.
¿Y qué tiene eso de terrible?
No hace nada, eso es lo que tiene. Se pasa todo el día sentado en su habitación escribiendo. Bastaría para volver loco a cualquiera.
Puede que le esté engañando. Ya me entiende, adormeciéndole antes de entrar en acción.
Eso es lo que pensé al principio. Pero ahora estoy seguro de que no va a pasar nada, nunca. Lo noto en los huesos.
Mala cosa, dice Azul, comprensivo. Quizá debería usted dejar el caso.
Estoy pensando en hacerlo. También estoy pensando que quizá debería dejar todo esto y meterme en otra cosa. Buscar otro trabajo. Vender seguros, tal vez, o marcharme con un circo.
Nunca pensé que fuera tan duro, dice Azul, meneando la cabeza. Pero dígame, ¿por qué no está vigilando a su hombre ahora?
Ésa es la cuestión, contesta Negro, ya ni siquiera tengo que molestarme en hacerlo. Llevo tanto tiempo vigilándole que le conozco mejor que a mí mismo. Me basta con pensar en él y sé lo que está haciendo, sé dónde está, lo sé todo. He llegado a un punto en que puedo vigilarle con los ojos cerrados. ¿Sabe dónde está ahora?
En casa. Lo mismo que siempre. Sentado en su habitación y escribiendo.
¿Qué está escribiendo?
No estoy seguro, pero tengo una idea. Creo que escribe sobre sí mismo. La historia de su vida. Es la única explicación posible. Ninguna otra encajaría. Entonces, ¿cuál es el misterio?
No lo sé, dice Negro, y por primera vez su voz revela cierta emoción, se engancha ligeramente en las palabras.
Entonces todo se reduce a una pregunta, ¿no?, dice Azul, olvidándose por completo de Nieve y mirando a Negro directamente a los ojos. ¿Sabe él que usted le está observando o no? Negro vuelve la cabeza, incapaz de seguir mirando a Azul, y dice con voz repentinamente temblorosa: Por supuesto que lo sabe. Ésa es la cuestión, ¿no? Tiene que saberlo, de lo contrario nada tendría sentido. ¿Por qué?
Porque me necesita, dice Negro, aún mirando hacia otro lado. Necesita mis ojos mirándole. Me necesita para demostrar que está vivo.
Azul ve que una lágrima rueda por la mejilla de Negro, pero antes de que pueda decir nada, antes de que pueda aprovechar su ventaja, Negro se pone de pie rápidamente y se excusa, diciendo que tiene que hacer una llamada telefónica. Azul espera en su silla durante diez o quince minutos, pero sabe que está perdiendo el tiempo. Negro no volverá. La conversación ha terminado, y por más que se quede allí sentado, esa noche no sucederá nada más.
Azul paga las bebidas —y luego regresa a Brooklyn. Cuando llega a la calle Naranja, mira la ventana de Negro y ve que todo está a oscuras. No importa, se dice Azul, regresará pronto. Todavía no hemos llegado al final. La fiesta acaba de empezar. Espera hasta que descorchen el champán y luego veremos qué pasa.
Una vez en su habitación, Azul pasea de un lado a otro, tratando de planear su siguiente movimiento. Le parece que Negro al fin ha cometido una equivocación, pero no está completamente seguro. Porque, a pesar de la evidencia, Azul no puede sacudirse la sensación de que todo se ha hecho a propósito, de que Negro ha empezado ahora a provocarle, a llevarle de la brida, por así decirlo, urgiéndole hacia el final que está planeando.
Sin embargo, ha conseguido algo, y por primera vez desde que empezó el caso ya no está parado donde estaba. Normalmente, Azul estaría celebrando ese pequeño triunfo suyo, pero descubre que esa noche no está de humor para darse palmaditas en la espalda. Más que nada, se siente triste, se siente falto de entusiasmo, se siente decepcionado del mundo. De alguna manera, los hechos finalmente le han fallado, y le resulta difícil no tomárselo como algo personal, sabiendo demasiado bien que comoquiera que presente el caso ante sí mismo, él también forma parte del asunto. Luego se acerca a la ventana, mira al otro lado de la calle y ve que ahora las luces están encendidas en la habitación de Negro.
Se tumba en la cama y piensa: Adiós, señor Blanco. Usted nunca existió realmente, ¿verdad? Nunca hubo un hombre llamado Blanco. Y luego: Pobre Negro. Pobre diablo. Pobre don nadie malogrado. Y luego, mientras sus párpados se vuelven pesados y el sueño empieza a inundarle, piensa en lo extraño que es que todo tenga su propio color. Todo lo que vemos, todo lo que tocamos, todo en el mundo tiene su propio color.
Luchando por mantenerse despierto un poco más, empieza a hacer una lista. Tomemos el azul por ejemplo, se dice. Hay azulejos y gayos azules y garzas azules. Hay acianos y hierba doncella. Hay mediodías sobre Nueva York. Hay arándanos, lirios azules y el océano Pacífico. Hay queso azul y vitriolo azul y sangre azul. Hay una voz que canta el blues. Hay el uniforme de policía de mi padre. Hay leyes azules.[1] Hay mis ojos y mi nombre. Se detiene, al no poder encontrar más cosas azules, y pasa al blanco. Hay gaviotas y cigüeñas y cacatúas. Hay las paredes de esta habitación y las sábanas de mi cama. Hay lirios del valle, claveles y los pétalos de las margaritas. Hay la bandera de la paz y el luto chino. Hay la leche materna y el semen. Hay mis dientes. Hay el blanco de mis ojos. Hay percas blancas y abetos blancos y hormigas blancas. Hay la casa del presidente y la magia blanca. Hay mentiras blancas y calor blanco. Luego, sin vacilar, pasa al negro, empezando por listas negras, mercado negro y la Mano Negra. Hay la noche sobre Nueva York. Hay zarzamoras y cuervos, azabache y pez, Martes Negro y peste negra. Hay magia negra. Hay mi pelo. Hay la tinta que sale de una pluma. Hay el mundo como lo ve un ciego. Luego, cansándose del juego finalmente, empieza a quedarse dormido, diciéndose que la lista no tiene fin. Se duerme, sueña con cosas que sucedieron hace mucho tiempo, y luego, a media noche, se despierta de pronto y empieza a pasear por la habitación otra vez pensando en cuál será su siguiente paso.
Llega la mañana y Azul empieza a atarearse con otro disfraz. Esta vez es el vendedor de los cepillos Fuller, un truco que ya ha usado antes, y durante las siguientes dos horas se dedica pacientemente a ponerse una cabeza calva, un bigote y arrugas alrededor de los ojos y la boca, sentado delante de su espejito como un viejo artista de variedades. Poco después de las once, coge su maletín de cepillos y cruza la calle hasta el edificio de Negro. Abrir la cerradura de la puerta de entrada es un juego de niños para Azul, cuestión de segundos, y cuando entra en el portal no puede remediar sentir algo de la antigua emoción. Nada de violencia, se recuerda a sí mismo, mientras empieza a subir las escaleras hasta el piso de Negro. Esta visita es sólo para echar una ojeada al interior, para delimitar la habitación para futura referencia. Sin embargo, el momento le produce una excitación que no puede reprimir. Porque es algo más que ver la habitación y él lo sabe. Es la idea de estar allí, de estar entre esas cuatro paredes, de respirar el mismo aire que Negro. De ahora en adelante, piensa, todo lo que suceda afectará a todo lo demás. La puerta se abrirá y a partir de entonces Negro estará dentro de él para siempre.
Llama con los nudillos, la puerta se abre y de repente ya no hay distancia, la cosa y el pensamiento de la cosa son una y la misma. Ahora es Negro quien está allí, de pie en la puerta, con una pluma estilográfica destapada en la mano derecha, como si hubiera interrumpido su trabajo, y sin embargo la expresión de sus ojos le dice a Azul que le estaba esperando, resignado a la dura verdad, como si ya no le importara.
Azul se lanza a su parloteo sobre los cepillos, señalando el maletín, ofreciendo disculpas, pidiendo permiso para entrar, todo al mismo tiempo, con esa rápida plática de vendedor que ha practicado mil veces antes. Negro le deja entrar tranquilamente, diciendo que quizá le interese un cepillo de dientes, y mientras Azul cruza el umbral, continúa hablando sobre cepillos para el pelo y cepillos para la ropa, cualquier cosa con tal que las palabras sigan fluyendo, porque de esa manera puede dejar el resto de sí mismo libre para fijarse en la habitación, para observar lo observable, piensa, mientras distrae a Negro de su verdadero propósito.
La habitación se parece mucho a lo que él había imaginado, aunque quizá es aún más austera. Nada en las paredes, por ejemplo, lo cual le sorprende un poco, ya que siempre había pensado que habría un cuadro o dos, una imagen de algún tipo sólo para romper la monotonía, un paisaje quizá, o bien el retrato de alguien a quien Negro hubiera amado alguna vez. Azul siempre sintió curiosidad por saber cuál sería el cuadro, pensando que tal vez fuese una pista valiosa, pero ahora, al ver que no hay nada, comprende que eso es lo que debería haber esperado desde el principio. Aparte de eso, hay muy poco que contradiga sus expectativas. Es la misma celda monacal que había visto mentalmente: la cama pequeña y pulcramente hecha en un rincón, la cocinita en otro, todo impecable, ni una miga por ninguna parte. Luego, en el centro de la habitación, de cara a la ventana, la mesa de madera con una sola silla de madera de respaldo recto. Lápices, plumas, una máquina de escribir. Una cómoda, una mesilla de noche, una lámpara. Una librería en la pared norte, pero con pocos libros en ella: Walden, Hojas de hierba, Cuentos dos veces contados, algunos más. No hay teléfono, ni radio, ni revistas. En la mesa, muy bien ordenadas alrededor de los bordes, pilas de papel: algunos en blanco, otros escritos, unos a máquina, otros a mano. Cientos de páginas, quizá miles. Pero a esto no se le puede llamar una vida, piensa Azul, no se le puede llamar nada en realidad. Es una tierra de nadie, el lugar al que se llega al final del mundo.
Miran los cepillos de dientes y Negro finalmente elige uno rojo. Después empiezan a examinar los distintos cepillos para la ropa, y Azul hace demostraciones en su propio traje. Yo diría que un hombre tan pulcro como usted, dice Azul, lo encontrará indispensable. Pero Negro contesta que hasta ahora se las ha arreglado sin él. Por otra parte, quizá le interesaría un cepillo del pelo, así que estudian las posibilidades en la caja de muestras, comentando los diferentes tamaños y formas, las diferentes clases de cerdas, etcétera. Azul ha cumplido ya su verdadero objetivo, por supuesto, pero de todas formas continúa dando explicaciones, queriendo hacer las cosas bien, aunque no importe. Sin embargo, cuando Negro le ha pagado ya los cepillos y Azul está guardando los demás en el maletín para marcharse, no puede resistir la tentación de hacer un pequeño comentario. Parece usted escritor, dice, señalando la mesa, y Negro contesta que sí, efectivamente, es escritor.
Parece un libro muy grande, continúa Azul.
Sí, dice Negro. Llevo muchos años trabajando en él.
¿Casi lo ha terminado?
Estoy llegando al final, dice Negro pensativamente. Pero a veces es difícil saber dónde estás. Creo que casi he terminado y luego me doy cuenta de que he omitido algo importante, así que tengo que volver al principio otra vez. Pero sí, sueño con acabarlo algún día, pronto, quizá.
Espero tener la oportunidad de leerlo, dice Azul.
Cualquier cosa es posible, dice Negro. Pero primero tengo que terminarlo. Hay días en que ni siquiera sé si viviré lo suficiente.
Bueno, eso nunca se sabe, ¿verdad?, dice Azul, asintiendo filosóficamente. Hoy estamos vivos y mañana estamos muertos. Nos sucede a todos.
Muy cierto, dice Negro. Nos sucede a todos. Ahora están de pie junto a la puerta y algo dentro de Azul desea continuar haciendo comentarios necios de ese estilo. Hacer de bufón es divertido, piensa, pero al mismo tiempo hay una necesidad de jugar con Negro, de demostrarle que no se le ha escapado nada, porque en el fondo Azul quiere que Negro sepa que es tan listo como él, que puede equipararse con él en inteligencia. Pero Azul consigue dominar ese impulso y frenar la lengua, hace una cortés inclinación de cabeza dando las gracias por las compras y se va. Ése es el final del vendedor de cepillos Fuller y menos de una hora después acaba en la misma bolsa que contiene los restos de Jimmy Rosa. Azul sabe que no necesitará más disfraces. El paso siguiente es inevitable, y lo único que importa ahora es elegir el momento oportuno.
Pero tres noches después, cuando finalmente tiene su oportunidad, Azul se da cuenta de que está asustado. Negro sale a las nueve, baja por la calle y desaparece al volver la esquina. Aunque Azul sabe que eso es una señal directa, que Negro prácticamente le está suplicando que haga su jugada, también siente que podría ser una trampa, y ahora, en el último momento, cuando hace sólo un instante estaba lleno de seguridad, casi contoneándose por la sensación de su propio poder, se hunde en una nueva tormenta de dudas. ¿Por qué habría de empezar de pronto a confiar en Negro? ¿Qué causa podría haber para que pensara que ahora ambos están trabajando en el mismo bando? ¿Cómo ha sucedido esto, y por qué se encuentra una vez más tan obsequiosamente a las órdenes de Negro? Luego, inesperadamente, empieza a considerar otra posibilidad. ¿Y si simplemente se ha marchado? ¿Y si se ha levantado, ha salido por la puerta y ha abandonado todo el asunto? Reflexiona sobre eso durante un rato, probándolo mentalmente, y poco a poco empieza a temblar, vencido por el terror y la felicidad, como un esclavo ante una visión de su propia libertad. Se imagina a sí mismo en otro sitio, lejos de allí, caminando por el bosque y balanceando un hacha sobre el hombro. Solo y libre, dueño de sí mismo al fin. Construiría su vida desde los cimientos, un exiliado, un pionero, un peregrino en el nuevo mundo. Pero no va más allá. Porque no bien empieza a pasear por ese bosque que está en mitad de ninguna parte, nota que Negro también está allí, escondido detrás de un árbol, acechando invisible a través de la espesura, esperando a que Azul se tumbe y cierre los ojos antes de acercarse furtivamente a él y cortarle el cuello. Continúa indefinidamente, piensa Azul. Si no se ocupa de Negro ahora, el asunto nunca tendrá fin. Eso es lo que los antiguos llamaban destino, y todos los héroes debían someterse a él. No hay elección, y si hay que hacer algo, eso es lo único que no deja elección. Pero Azul detesta reconocerlo. Lucha contra ello, lo rechaza, siente náuseas. Pero eso es sólo porque ya lo sabe, y luchar contra ello es haberlo aceptado ya. Desear decir no es ya haber dicho sí. Y Azul cede gradualmente, rindiéndose al fin a la necesidad de lo que ha de hacer. Pero eso no quiere decir que no sienta miedo. A partir de ese momento, hay una sola palabra que hable de Azul, y esa palabra es miedo.
Ha perdido un tiempo valioso y ahora tiene que salir corriendo a la calle, esperando febrilmente que no sea demasiado tarde. Negro no estará fuera mucho tiempo, ¿y quién sabe si no está merodeando a la vuelta de la esquina, esperando el momento de abalanzarse? Azul sube deprisa los escalones que llevan al portal de Negro, hurga torpemente en la cerradura de la entrada, mirando continuamente por encima del hombro, y luego sube las escaleras hasta el piso de Negro. La segunda cerradura le da más problemas que la primera, aunque teóricamente debería ser más sencilla, un trabajo fácil incluso para el más novato de los principiantes. Esta torpeza le dice que está perdiendo el control, dejando que la situación le domine; pero aunque lo sabe, poco puede hacer excepto aguantarse y confiar en que sus manos dejen de temblar. Pero la cosa va de mal en peor, y en cuanto pone el pie en la habitación de Negro, siente que todo se oscurece dentro de él, como si la noche le estuviera entrando por los poros, sentándose sobre él con un peso tremendo, y al mismo tiempo su cabeza parece crecer, llenarse de aire, como si estuviera a punto de separarse de su cuerpo y alejarse flotando. Da un paso más y luego se desmaya, cayendo al suelo como un muerto.
Su reloj se para a causa del golpe y cuando vuelve en sí no sabe cuánto tiempo ha estado inconsciente. Nebulosamente al principio, recobra la conciencia con la sensación de haber estado allí antes, tal vez hace mucho tiempo, y mientras ve las cortinas que ondean junto a la ventana abierta y las sombras que se mueven extrañamente por el techo, piensa que está acostado en la cama en casa, cuando era niño y no podía dormir durante las calurosas noches de verano, y se imagina que si escucha con mucha atención podrá oír las voces de su madre y su padre hablando bajito en la habitación contigua. Pero esto dura sólo un momento. Empieza a notar dolor en la cabeza, a registrar perturbadoras náuseas en el estómago, y luego, viendo finalmente dónde está, revive el pánico que hizo presa en él en cuanto entró en la habitación. Se pone de pie temblorosamente, tropezando una o dos veces antes de conseguirlo, y se dice que no puede quedarse allí, tiene que irse, sí, en ese mismo instante. Agarra el pomo de la puerta, pero luego, al recordar repentinamente por qué ha ido allí, saca la linterna del bolsillo y la enciende, moviéndola de modo vacilante por la habitación hasta que la luz cae por casualidad sobre una pila de papeles cuidadosamente ordenados al borde de la mesa de Negro. Sin pensarlo dos veces, Azul coge los papeles con la mano libre, diciéndose que no importa, eso será el principio, y luego se dirige a la puerta.
De vuelta en su habitación al otro lado de la calle, Azul se sirve una copa de coñac, se sienta en la cama y se dice que debe calmarse. Se bebe el coñac sorbo a sorbo y luego se sirve otra copa. Cuando se le pasa empañico, se queda con una sensación de vergüenza. Ha metido la pata, se dice, y ésa es la pura verdad. Por primera vez en su vida no ha estado a la altura de las circunstancias, y eso es un golpe para él, verse como un fracasado, darse cuenta de que en el fondo es un cobarde.
Coge los papeles que ha robado, esperando distraerse de esos pensamientos. Pero sólo agravan el problema, porque una vez que empieza a leerlos, ve que no son más que sus propios informes. Allí están, uno tras otro, los informes semanales, todo explicado por escrito, y no significan nada, no dicen nada, están tan lejos de la verdad del caso como lo habría estado el silencio. Azul gime al verlos, hundiéndose profundamente dentro de sí, y luego, enfrentado a lo que encuentra allí, empieza a reírse, al principio débilmente, pero cada vez con más fuerza, más alto, hasta que le falta el aliento, casi se ahoga, como si estuviera tratando de borrarse a sí mismo de una vez por todas. Cogiendo los papeles firmemente, los lanza al techo y ve cómo el montón se separa, se esparce y cae al suelo revoloteando, página tras miserable página.
No es seguro que Azul llegue a recuperarse realmente de los sucesos de esa noche. Y aunque lo haga, debe advertirse que pasan varios días hasta que vuelve a ser algo parecido a lo que era. Durante ese tiempo no se afeita, no se cambia de ropa, ni siquiera considera la posibilidad de salir de su habitación. Cuando llega el día de escribir su siguiente informe, no se toma la molestia de hacerlo. Se acabó, se dice, dándole una patada a uno de los viejos informes tirado en el suelo, y que me aspen si vuelvo a escribir uno.
Durante la mayor parte del tiempo está tumbado en la cama o paseando arriba y abajo por la habitación. Mira las diversas fotografías que ha clavado en las paredes desde que empezó el caso, estudiándolas una por una, pensando en cada una de ellas todo el tiempo que puede y pasando luego a la siguiente. Está el forense de Filadelfia, Oro, con la mascarilla del niño. Hay una montaña cubierta de nieve y en la esquina superior derecha una fotografía del esquiador francés, su cara encerrada en un pequeño recuadro. Está el puente de Brooklyn y a su lado los dos Roebling, padre e hijo. Está el padre de Azul, vestido con uniforme de policía y recibiendo una medalla de manos del alcalde de Nueva York, Jimmy Walker. Hay otra del padre de Azul, esta vez de paisano, de pie y rodeando con un brazo a la madre de Azul en los primeros tiempos de su matrimonio, ambos sonriendo alegremente a la cámara. Hay una fotografía de Castaño con el brazo sobre los hombros de Azul, tomada delante de su oficina el día en que Azul se convirtió en su socio. Debajo de ella hay una fotografía de Jackie Robinson entrando en la segunda base. Junto a ella hay un retrato de Walt Whitman. Y finalmente, justo a la izquierda del poeta, hay una foto de Robert Mitchum recortada de una revista cinematográfica: pistola en mano, con cara de que el mundo se le va a venir encima. No hay ninguna foto de la ex futura señora Azul, pero cada vez que Azul hace un recorrido en su pequeña galería, se detiene delante de un determinado lugar vacío en la pared y finge que ella también está allí.
Durante varios días Azul no se molesta en mirar por la ventana. Se ha encerrado tan completamente en sus propios pensamientos que es como si Negro ya no estuviera allí. El drama es exclusivamente de Azul, y aunque en cierto sentido Negro sea la causa, es como si ya hubiera interpretado su papel, dicho sus frases y hecho mutis. Porque Azul en este punto no puede aceptar la existencia de Negro y por lo tanto la niega. Habiendo penetrado en la habitación de Negro y permanecido allí a solas, habiendo estado, por así decirlo, en el templo de la soledad, de Negro, no puede responder a la oscuridad de ese momento excepto sustituyéndola por su propia soledad. Entrar en Negro, entonces, era el equivalente de entrar en sí mismo, y una vez dentro de sí mismo, ya no puede concebir estar en ningún otro sitio. Pero ahí es precisamente donde está Negro, aunque Azul no lo sepa.
Una tarde, consecuentemente, como por casualidad, Azul se acerca a la ventana más de lo que lo ha hecho en muchos días. Se detiene delante de ella y luego, como si lo hiciera en honor de los viejos tiempos, separa las cortinas y mira hacia fuera. Lo primero que ve es a Negro, no dentro de su habitación, sino sentado en los escalones de su edificio al otro lado de la calle, mirando hacia la ventana de Azul. ¿Ha terminado, entonces?, se pregunta Azul. ¿Significa eso que la historia ha terminado?
Azul coge los prismáticos del fondo de la habitación y regresa a la ventana. Los enfoca sobre Negro, estudia la cara del hombre durante varios minutos, primero un rasgo y luego otro, los ojos, los labios, la nariz, etcétera, despedazando el rostro y volviendo a unirlo. Se siente conmovido por la profundidad de la tristeza de Negro, por la forma en que esos ojos que le miran parecen privados de esperanza, y en contra de su voluntad, cogido de improviso por esa imagen, Azul siente que la compasión crece en él, una oleada de pena por esa figura desolada al otro lado de la calle. Sin embargo, desearía que no fuese así, desearía tener el valor de cargar su pistola, apuntar a Negro y meterle una bala en la cabeza. Él nunca sabría lo que le había ocurrido, piensa Azul, estaría en el cielo antes de tocar el suelo. Pero no bien ha representado esta escena en su cabeza, empieza a echarse atrás. Se da cuenta de que en absoluto es eso lo que desea. Y si no es eso, entonces, ¿qué es? Aún debatiéndose con la oleada de sentimientos de ternura, diciéndose que quiere que le dejen solo, que lo único que quiere es paz y tranquilidad, gradualmente cae en la cuenta de que lleva varios minutos allí de pie preguntándose si no podría ayudar a Negro de alguna manera, si no sería posible tenderle una mano amistosa. Eso ciertamente cambiaría las tornas, piensa Azul, ciertamente lo pondría todo patas arriba. Pero ¿por qué no? ¿Por qué no hacer lo inesperado? Llamar a la puerta, borrar toda la historia... No es más absurdo que cualquier otra cosa. Porque la cuestión es que Azul ha perdido por completo las ganas de pelear. Ya no tiene estómago para ello. Y, según todas las apariencias, tampoco Negro. Mírale, se dice Azul. Es el ser más triste del mundo. Y entonces, en el mismo momento en que dice estas palabras, comprende que también está hablando de sí mismo.
Mucho después de que Negro se levante de los escalones, dé media vuelta y entre en el edificio, Azul continúa mirando fijamente el lugar vacío. Una hora o dos antes de la puesta de sol, finalmente se aparta de la ventana, ve el desorden en que ha dejado que caiga su habitación y se pasa la hora siguiente arreglándola: fregando los platos, haciendo la cama, guardando la ropa, recogiendo los viejos informes del suelo. Luego entra en el cuarto de baño, se da una larga ducha, se afeita y se pone ropa limpia, eligiendo su mejor traje azul para la ocasión. Ahora todo es diferente para él, repentina e irrevocablemente diferente. Ya no hay miedo, ya no hay temblor. Sólo una tranquila seguridad, una sensación de que lo que está a punto de hacer es lo correcto.
Poco después de anochecido, se ajusta la corbata por última vez delante del espejo y luego sale de la habitación, Cruza la calle y entra en el edificio de Negro. Sabe que Negro está allí, puesto que hay una lamparita encendida en su habitación, y mientras sube las escaleras, trata de imaginar la expresión que aparecerá en la cara de Negro cuando le diga lo que tiene pensado. Llama dos veces a la puerta con los nudillos, muy cortésmente, y luego oye la voz de Negro desde dentro: La puerta está abierta. Entre.
Es difícil decir exactamente qué esperaba encontrar Azul, pero en cualquier caso no era eso, no era lo que ve en cuanto entra en la habitación. Negro está allí, sentado en su cama, y lleva la máscara otra vez, la misma que Azul vio en el hombre de la oficina de correos, y en la mano derecha tiene un arma, un revólver del treinta y ocho, suficiente para hacer volar a un hombre en pedazos a tan corta distancia, y le está apuntando directamente con ella. Azul se para en seco, no dice nada. Esto te pasa por enterrar el hacha, piensa. Esto te pasa por cambiar las tornas.
Siéntese en la silla, Azul, dice Negro, señalando con el revólver la silla de madera del escritorio. Azul no tiene elección, así que se sienta. Ahora está frente a Negro, pero demasiado lejos para abalanzarse sobre él, en una posición demasiado incómoda para hacer algo respecto al revólver.
Le he estado esperando, dice Negro. Me alegro de que al fin haya venido.
Me lo imaginaba, contesta Azul.
¿Está usted sorprendido?
No mucho. Por lo menos no es usted quien me sorprende. Quizá me sorprendo yo, pero sólo por lo estúpido que soy. Verá, yo he venido aquí esta noche en son de amistad.
Por supuesto que sí, dice Negro con voz ligeramente burlona. Por supuesto que somos amigos. Hemos sido amigos desde el principio, ¿no es cierto? Grandes amigos.
Si es así como trata a sus amigos, dice Azul, entonces tengo suerte de no ser uno de su enemigos.
Muy gracioso.
Así es, soy verdaderamente gracioso. Siempre puede estar seguro de reírse cuando yo estoy presente.
Y la máscara, ¿no va usted a preguntarme por la máscara?
No veo por qué. Si quiere usted llevar esa cosa en la cara, no es asunto mío.
Pero usted tiene que mirarla, ¿verdad?
¿Por qué hace preguntas cuando ya sabe las respuestas?
Es grotesca, ¿no?
Claro que es grotesca.
Y horripilante.
Sí, muy horripilante.
Estupendo. Me gusta usted, Azul. Siempre supe que era usted el hombre que yo necesitaba. Un hombre de mi completo agrado.
Si dejara usted de mover ese revólver puede que yo empezara a sentir lo mismo por usted.
Lo siento, no puedo hacer eso. Ahora es demasiado tarde.
¿Qué quiere decir?
Ya no le necesito, Azul.
Puede que no le sea tan fácil librarse de mí, ¿sabe? Usted me metió en esto y ahora tendrá que aguantarme.
No, Azul, se equivoca. Todo ha terminado.
Deje de hablar en clave.
Se acabó. Esta historia ha tocado a su fin. No queda nada por hacer.
¿Desde cuándo?
Desde ahora. Desde este momento.
No está usted en su sano juicio.
No, Azul. En todo caso, estoy en mi juicio, demasiado en mi juicio. Me ha agotado y ahora no queda nada. Pero usted ya lo sabe, Azul, usted lo sabe mejor que nadie.
Entonces, ¿por qué no aprieta el gatillo?
Cuando esté listo, lo haré.
¿Y luego se marchará de aquí dejando mi cuerpo en el suelo.
Oh, no, Azul. No me ha entendido. Estaremos los dos juntos, como siempre.
Pero se olvida usted de algo, ¿no?
¿De qué?
Tiene usted que contarme la historia. ¿No es así como debe terminar? Usted me cuenta la historia y luego nos despedimos.
Ya la sabe, Azul. ¿No lo comprende? Usted se sabe la historia de memoria.
Entonces, ¿por qué se molestó en un principio?
No haga preguntas estúpidas.
Y yo ¿para qué estaba allí? ¿Para aliviar una situación difícil con un toque cómico?
No, Azul, le he necesitado desde el principio. De no ser por usted, no habría podido hacerlo.
¿Para qué me necesitaba?
Para recordarme lo que tenía que hacer. Cada vez que levantaba los ojos, usted estaba allí, vigilándome, siguiéndome, siempre a la vista, traspasándome con la mirada. Usted era todo mi mundo, Azul, y le he convertido en mi muerte. Usted es lo único que no cambia, lo único que le da la vuelta a todo.
Y ahora no queda nada. Usted ha escrito su nota de suicidio y ése es el final de la historia.
Exactamente.
Es usted un idiota. Un condenado y miserable idiota.
Lo sé. Pero no más que cualquier otro. ¿Va a usted a quedarse ahí y a decirme que es usted más listo que yo? Por lo menos yo sé lo que he estado haciendo. Tenía que hacer una tarea y la he hecho. Pero usted no está en ninguna parte, Azul, usted ha estado perdido desde el primer día.
¿Por qué no aprieta el gatillo, entonces, hijo de puta?, dice Azul, levantándose de repente y aporreándose el pecho iracundo, desafiando a Negro a matarle. ¿Por qué no me dispara Y acaba de una vez?
Entonces Azul da un paso hacia Negro, y cuando la bala no llega, da otro, y luego otro, gritándole al hombre enmascarado que dispare, sin importarle ya vivir o morir. Un momento más tarde, está junto a él. Sin vacilar le quita el revólver de la mano con un golpe repentino, le agarra por el cuello de la chaqueta y le pone de pie de un tirón. Negro intenta resistirse, intenta luchar con Azul, pero Azul es demasiado fuerte para él, enloquecido por la pasión de su ira, convertido en otra persona, y mientras los primeros golpes empiezan a caer en la cara, la entrepierna y el estómago de Negro, el hombre no puede hacer nada, y poco después está inconsciente en el suelo. Pero eso no impide que Azul continúe el ataque, pateando al inconsciente Negro, levantándole por los hombros y golpeando su cabeza contra el suelo, dejando caer una lluvia de puñetazos sobre su cuerpo. Finalmente, cuando la furia de Azul empieza a calmarse y ve lo que ha hecho, no sabe con certeza si Negro está vivo o muerto. Le quita la máscara de la cara y pone la oreja contra su boca, esperando oír el sonido de su respiración. Le parece oír algo, pero no está seguro de si es el aliento de Negro o el suyo. Si está vivo ahora, piensa Azul, no será por mucho tiempo. Y si está muerto, amén.
Azul se levanta, su traje desmadejado, y empieza a recoger las páginas del manuscrito de Negro de la mesa. Eso le lleva varios minutos. Cuando las tiene todas, apaga la lámpara del rincón y sale de la habitación, sin molestarse siquiera en echar una última ojeada a Negro. Es más de medianoche cuando Azul entra en su cuarto al otro lado de la calle. Deja el manuscrito sobre la mesa, entra en el cuarto de baño y se lava la sangre de las manos. Luego se cambia de ropa, se sirve un vaso de whisky escocés y se sienta a la mesa con el libro de Negro. Tiene poco tiempo. Vendrán pronto y entonces el castigo será duro. Sin embargo, no deja que eso interfiera con lo que tiene entre manos.
Lee la historia de un tirón, cada palabra desde la primera página hasta la última. Cuando termina, ha amanecido ya y la habitación ha empezado a clarear. Oye el canto de un pájaro, oye pasos en la calle, oye un coche que cruza el puente de Brooklyn. Negro tenía razón, se dice. Yo lo sabía todo de memoria.
Pero la historia no ha terminado aún. Todavía falta el momento final, y ése no llegará hasta que Azul salga de la habitación. Así es el mundo: ni un momento más, ni un momento menos. Cuando Azul se levante de la silla, se ponga el sombrero y salga por la puerta, ése será el final.
El lugar al que vaya después no tiene importancia. Porque debemos recordar que todo esto sucedió hace más de treinta años, en los tiempos de nuestra primera infancia. Cualquier cosa es posible, por lo tanto. Yo personalmente prefiero pensar que se fue lejos, que cogió un tren aquella mañana y se marchó al oeste para empezar una nueva vida. Incluso es posible que América no fuese el final de la historia. En mis sueños secretos, me gusta pensar que Azul cogió un pasaje en algún barco y navegó hacia China. Que sea China, entonces, y dejémoslo así. Porque ahora es el momento en que Azul se levanta de su silla, se pone el sombrero y sale por la puerta. Y a partir de ese momento no sabemos nada.



[1] Estatuto que reglamenta el trabajo, el comercio y las diversiones en los domingos. (N. de la T.)

No hay comentarios:

Publicar un comentario